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Alec cruzó el umbral de la mansión y cerró la puerta de su despacho tras de sí y soltó un suspiro profundo, mientras sus dedos trabajaban torpemente para aflojar el nudo de la corbata que lo había estado asfixiando durante toda la rueda de prensa.

Levantó la vista y la vio. Miranda estaba allí, de pie en el vestíbulo, esperándolo. Su postura era rígida, sus brazos cruzados sobre el pecho en un gesto de autoprotección, pero sus ojos lo buscaban con ansiedad.

—¿Cómo fueron las cosas? —preguntó ella, rompiendo el silencio sepulcral de la casa.

Alec caminó hacia ella, arrastrando los pies.

—Hice lo que tenía que hacer —explicó, con la voz ronca—. Di la cara. Negué todo. Tuve que recurrir a la mentira para sostener toda esta farsa, Miranda. Le dije al mundo que esas pruebas eran falsas y que Edward es nuestro hijo legítimo. Me siento sucio por mentir así, pero no había otra opción para protegerlo.

Miranda lo escuchó, asintiendo levemente. No dijo nada. No había reproche en su mirada, solo
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