Esa noche, el muro invisible que se había erigido entre ellos durante años, y que se había fortificado con hielo durante las últimas semanas, finalmente cayó. No hubo un estruendo, sino un silencio compartido y cálido.
Estaban allí, en la cama matrimonial que por tanto tiempo había sido un campo de batalla frío. Miranda yacía acurrucada al lado de Alec, con la cabeza descansando sobre su pecho desnudo. Escuchaba el latido rítmico y fuerte de su corazón, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que ese era su lugar seguro. No había tensión en sus hombros, ni miedo en su vientre.
Ansiaba poder hacer eso todos los días. Ansiaba que esa paz no fuera una tregua temporal, sino su nueva realidad.
Alec acariciaba su brazo con suavidad, trazando líneas imaginarias sobre su piel, hasta que sus dedos se detuvieron en su muñeca.
—Miranda... —susurró él, rompiendo la quietud de la penumbra—. ¿Aún lo tienes puesto?
Ella supo de inmediato a qué se refería. Levantó la mano y le mostró el brazalete s