Rowena caminaba hacia la salida de servicio de la mansión con la cabeza alta, arrastrando su maleta de ruedas sobre la grava. No había ni rastro de vergüenza en su andar; al contrario, había un rebote de victoria en sus pasos. Había sido despedida, sí, pero su cuenta bancaria decía lo contrario.
Justo antes de que cruzara el portón, Xiomara salió corriendo de la casa, con el delantal todavía puesto y el rostro encendido por la indignación.
—¡Rowena! —gritó Xiomara, deteniéndose a unos metros de ella—. ¡Espera!
Rowena se giró lentamente, con una sonrisa burlona en los labios.
—¿Qué quieres, Xiomara? ¿Vienes a darme un sermón de despedida? —preguntó, acomodándose el bolso de marca que ahora podía lucir con orgullo.
—No puedo creer que fueras capaz de algo así —le reclamó Xiomara, con la voz temblorosa por la decepción—. Traicionaste a la familia que te dio trabajo. Vendiste la privacidad de un niño inocente por unos cuantos billetes. ¿No te da vergüenza? ¡Has destruido la paz de esta ca