03

—Tiene que ser una broma... —declaró bajito, sintiendo el golpe de aquella verdad que no se esperaba.

Con una urgencia imperiosa, sus ojos se movieron sobre el rostro tranquilo de su marido junto a ese pequeño que seguía allí, junto a él, pareciendo un poco tímido, o solo era su percepción. Ella, en cambio, necesitaba gritarle y exigirle una explicación, pero sus intenciones fueron silenciadas cuando su marido le lanzó una fría mirada llena de advertencia.

A regañadientes entendió que no era el momento de hacer un escándalo, ni delante de ese niño.

—Miranda, deberías ir a dormir. No te ves bien; en cambio, yo comeré un poco. Mi pequeño Edward está hambriento. ¿No es así, hijo mío?

—Sí, papá. Muero de hambre.

Mientras tanto, Miranda observaba la interacción que surgía tan natural y repentina; y el hecho de que aquel niño le llamara papá a su marido era como si a ella le estuvieran clavando un puñal en el corazón. La cercanía que existía entre ellos le daba una idea de más o menos el tiempo que Alec le había estado ocultando la existencia de ese niño.

Apretó a sus costados los puños con fiereza y los siguió con la mirada, hasta verlos ubicarse en la enorme mesa; ella se sintió ignorada, estaba tensa y se dio la vuelta para subir las escaleras, pero todavía podía escuchar aquella voz infantil y la voz de su esposo interactuando con ese niño.

Una vez en la habitación, ya no pudo contenerse más y las lágrimas escaparon al instante, mojando su cara; era amargura y también un sufrimiento desmedido que hacía temblar su labio inferior y provocaba el llanto descomunal.

—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me haces esto, Alec?!

Quería desahogarse, pero gritar no era suficiente y menos cuando seguía siendo aplastada por las palabras crueles de Elizabeth.

"Que si ella era una inútil, que si era la culpable de la infidelidad que sufría, todo era su culpa..."

Y, ahora el cinismo de su marido al aparecerse con un niño y presentarlo como su hijo, sin importarle nada.

¿Acaso estaba sufriendo un castigo del cielo?

En medio del llanto profuso, se quedó dormida; pero no por mucho tiempo, porque sintió la llegada de su esposo. Alec apareció desabrochándose la camisa, lo vio perderse por el baño y se tardó casi una hora en volver y acostarse a su lado.

Se le revolvía el estómago de solo tener que dormir con un infiel y traidor como él.

—No estoy dormida —susurró, dándose la vuelta y quedando cara a cara—. Dime qué edad tiene ese niño.

Él la miró, mantenía una expresión tranquila que a ella la estaba volviendo loca. ¿Cómo demonios es que no había ni un poco de culpa por sus actos?

—Edward tiene cinco años.

—¿Así que lo admites sin ningún tipo de remordimientos? Admites que me embarazaste a mí y a esa mujer, casi al mismo tiempo. Me das asco —soltó, sentándose en la cama; él la imitó.

—Solo quiero dormir. Deberías hacer lo mismo.

—¿Me pides que duerma al lado de un hombre como tú? ¡Lo has traído a casa! Has traído a casa al hijo de tu amante —escupió desgarrada—. ¡Tienes que ser demasiado imbécil para no darte cuenta de la gravedad del asunto!

Alec detestaba que le alzaran la voz y más que ella lo hiciera. Miranda había abandonado la cama y él también se levantó, acercándose con la mirada sombría y la expresión dura.

—¿Estás olvidando la razón por la que comenzó nuestro matrimonio? —señaló con dureza en la voz—. ¿Sabes quién es ese niño? No es el hijo de mi "amante", ¡es el hijo de mi primer amor! Tú no significas nada para mí.

—Me engañaste y tienes el descaro de decirme esas palabras hirientes. ¡Tenemos un matrimonio, Alec!

—Y me has pedido el divorcio —atacó—. Ese matrimonio hace mucho que acabó, Miranda. ¿Qué demonios intentas salvar? —rugió sobre su rostro.

—Alec... la he pasado mal estos años, he sufrido como tú, pero no te importo; soy la única que ha intentado recuperar lo que...

—¡Basta! Además, esto es una grandiosa oportunidad que me da la vida. Después de todo, el hijo que tendríamos murió; fue una horrible tragedia y sé que ambos la pasamos mal. Sin embargo, ahora saber que soy padre de todos modos, eso de alguna forma me enseña que la vida te da lo que te quita, Miranda.

Ella escuchó el sonido de su corazón quebrándose en muchos pedacitos; la forma en la que él había usado la muerte de su bebé para justificar su traición la hizo enloquecer.

—¿Qué clase de monstruo eres?

Entonces él la miró rabioso.

—¿Soy un monstruo? —cuestionó burlándose, dejando escapar una risa a secas.

—Miranda, sabes que nunca te he amado; si nos hemos casado ha sido por la presión de mi madre. Yo siempre he amado a la madre de mi hijo; ella es mi verdadera razón y tú solo eres...

No terminó la oración porque Miranda explotó y le propinó una bofetada fuerte; el hombre ni siquiera retrocedió, permaneció en su sitio, consumido por el enojo que ella estaba provocando. Estudió las intenciones de Miranda de volver a golpearlo y por eso atrapó sus muñecas antes de que ella pudiera tocarlo siquiera.

—Te has vuelto loca; no te atrevas a volver a poner tus manos sobre mí. ¡No dudaré en meterte en un centro psiquiátrico!

La amenaza que no sonaba a broma instaló en ella la desesperación; quiso soltarse de su agarre, pero el hombre mantuvo la firmeza.

—¡Eres un idiota! Me iré de esta casa ahora mismo.

Finalmente se soltó y corrió hasta la puerta, pero justo al abrirla se detuvo en seco, y el hombre que la siguió también; porque allí, en medio del pasillo, estaba el pequeño Edward con una pijama, mirando la situación con el rostro confundido.

—Papá, ¿qué ocurre?

Él, incómodo, le lanzó una mirada de enojo a su esposa.

—Vuelve a la habitación; mira nada más lo que has hecho —señaló, como si ella tuviera culpa absoluta por asustar a ese niño. Luego endulzó la mirada y se dirigió a su hijo, volviendo a ser cariñoso—. Edward, vuelve a dormir, hijo; te acompañaré.

Incluso poco antes de volver a la habitación, ella vio cómo el hombre se arrodilló para tomar la mano de ese niño y se alejó mientras ella sentía cómo el aire se escapaba de sus pulmones.

Su matrimonio, lo que creyó que tenían, todo eso se perdió en un segundo.

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