04

Miranda volvió a la habitación, teniendo que lidiar con la falta de aire. Y, como si no fuera suficiente, el reclamo vino después, cuando él regresó.

—¿Te das cuenta de que pudo habernos escuchado? ¡Es solo un niño, Miranda! Así que, a partir de ahora, ten cuidado con lo que dices.

—¿Me culpas por tu falta? ¡Qué absurdo de tu parte! ¿Por qué demonios lo has traído a esta casa? —recriminó.

—No debo darte explicaciones, es mi casa y lo quise traer; ese niño es mi prioridad, quiero que lo tengas presente. Ni se te ocurra ponerle un dedo encima o regañarlo. Si llego a saber que haces algo contra él, estoy seguro de que no querrás conocer mi ira —hizo una pausa, pero no había terminado—. Si no puedes actuar con madurez delante de él, aléjate.

Ella pasó saliva con dificultad. Miranda apretó los puños de nuevo, se contuvo a duras penas, salió sentenciando que no dormiría junto a él. Alec no se lo impidió.

Pero esa noche el insomnio se apoderó de ambos.

Por eso, cuando Miranda despertó en la mañana en aquella habitación de huéspedes, al principio se sintió un poco desconcertada y luego se ubicó. El sueño, que no había sido reparador, dejó como consecuencia un dolor de cabeza palpitante que de inmediato la asaltó.

En un intento desesperado por recuperar algo de compostura, se apresuró y tomó una ducha corta. Incluso cuando el hombre se negó a darle el divorcio, ella quería al menos alejarse de esa casa.

Su mano se quedó en el amago de girar el pomo de la puerta, se frenó en seco cuando escuchó aquella pequeña voz de nuevo.

—¡Mamá! ¡Mamá, ven a comer con nosotros!

Ella se congeló. Se paralizó al punto de no querer abrir la puerta hasta que escuchó cómo los pasos poco a poco se alejaban de allí, dándole a entender que ya el pasillo estaba despejado. Afuera no vio a nadie, pero supo que la madre del niño estaba allí, en su casa. No podía creer el nivel de crueldad y descaro de su marido, llegando a un límite insoportable.

Cuando se presentó en el comedor, la escena la dejó sin aliento: su esposo estaba sentado en la cabecera y el niño junto a él; no solo eso, al lado de Edward estaba una mujer de cabello castaño, la misma de la fotografía. Llevaba un vestido de seda y estaba llevando una cucharada de cereal a la boca de Edward con un cariño que parecía tan horriblemente perfecto.

Cuando la castaña se percató de la presencia de Miranda, se volvió y sus miradas se encontraron, pero esa mujer actuó con total tranquilidad y simplemente volvió la vista al frente, como esperando que Alec diera explicaciones o las presentara.

—Miranda, ya estás aquí. Ven, te presento a Beatrice. Ella es la madre de Edward.

—¿La madre de Edward? —susurró sin darle crédito. Iba a replicar, sin embargo, en ese momento su marido la detuvo con una mirada amenazante.

Fue suficiente para ella no perder la cordura en ese instante. Miranda no pensaba ni loca sentarse junto a ellos y compartir el desayuno como si fueran amigas; en lugar de eso se dirigió de nuevo a su esposo.

—Hablaré con ambos en la sala. Hay tantas cosas que tenemos que compartir.

Miranda sentía todo el cuerpo, de los pies a la cabeza, rígido; aun así, no se dejó caer ante ellos y se dirigió a la sala, ubicándose en el sofá mientras esperaba a esos dos sinvergüenzas.

—¿Qué está haciendo ella aquí, Alec? —le cuestionó con un tono exigente que al hombre no le gustó en absoluto—. Eres un imbécil, y tú... ¿no tienes vergüenza?

Beatrice la miró haciéndose la indignada.

—Miranda, no tienes que hablarle de esa manera, deja el drama.

—¿Que deje el drama? ¡Tienes que respetarme porque soy tu esposa, no continúes actuando como si yo fuera la mala de toda esta situación, y asume de una vez por todas tus errores!

—¿Error? Te pediré que no llames a nuestro hijo un error —se atrevió a exigir esa mujer cuando no tenía ningún derecho, y Miranda tuvo intención de levantarse y darle una bofetada, pero no perdió los estribos.

—Tú, ¿cómo te atreves a...

—Miranda —la interrumpió—. Edward es mi hijo. El heredero de todo, el que llevará el apellido después de todo... tú ni siquiera volviste a quedar embarazada. Ahora bien, ¿quién crees que es más valioso para mí?

Los ojos de Miranda se llenaron de lágrimas y tuvo que parpadear cuantiosas veces para aclarar su visión; esa acusación no solo la golpeó, sino que también se atrevía a culparla por no haber podido concebir de nuevo, tras la muerte de su bebé. Era como si estuviera dando pisadas sobre su duelo.

Beatrice puso los ojos en blanco como si estuviera viendo una obra de teatro y no una realidad en la que ella de alguna forma estaba provocando un dolor inmenso. Desinteresada en seguir en toda esa conversación llena de verdades que no le convenía seguir escuchando, se levantó actuando con desdén.

—Hasta aquí los acompaño. Tengo cosas que hacer y fue un placer conocerte, Miranda —agregó con la evidente intención de herirla más.

Y allí estaba Alec, levantándose como un idiota que recurrió a esa mujer. Como un perro faldero.

—Te llevaré a casa.

—Alec, no es necesario, creo que deberías quedarte y conversar con tu esposa.

Y el gesto de Alec le dolió también. Restándole importancia, asumiendo que era más relevante llevarla a ella al lugar donde tenía que ir que permanecer allí con su esposa y dar más explicaciones.

Miranda permaneció inmóvil, paralizada por ese dolor que se extendía en cada parte de su ser. Teniendo que soportar la escena de ver a su marido irse con esa mujer; ambos actuando con una intimidad descarada, y el dolor se hizo más intenso.

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