Alec terminó a solas en su despacho en casa, ignorando por completo los reclamos de su esposa, quien después de un rato se había cansado de golpear la puerta y al parecer se fue.
Le marcó a su madre y Elizabeth atendió con un tono de voz calmado, mientras que él estaba lleno de mucha frustración.
—Lo sabe, Miranda ha tenido el atrevimiento de contratar a alguien para que me siga y tome fotografías.
—¿Sabe sobre el niño? —inquirió a la espera.
—No, madre.
—De acuerdo. Pero se lo dirás pronto, ¿verdad?
—Sí, debo hacerlo.
—Te pediría que te divorcies ahora mismo de Miranda y te cases con Beatrice, pero no podemos arriesgarnos.
—Lo sé. Miranda está tan molesta —declaró, llevándose un dedo a la sien—. Estoy harto de ella, nunca sonríe, nunca hace nada bien, se la pasa en la habitación y ni siquiera cumple su papel como esposa.
Incluso durante sus quejas, se sintió un poco contrariado, como si no sintiera del todo eso que decía sentir por ella. Porque, mientras más hablaba, con ahínco se presentaba la imagen de Miranda en su mente; aparecía su sonrisa que no recordaba haber visto así de genuina, sin embargo, se sentía como un recuerdo vivido y nítido.
—¿Por qué te quejas, Alec? Te has estado divirtiendo, que cumpla el papel de esposa o no debería darte igual.
—Madre...
—Y, seguro me llamará ahora que te ha visto con Beatrice. ¿Quieres que le diga algo de tu parte? —sonó maliciosa.
—No, madre, no hagas nada.
Hubo un largo silencio en la línea.
—¿Ah, no? Me conoces muy bien, sabes que siempre haré lo mejor para ti, Alec.
Tras haber terminado la llamada, se quedó todavía con el enojo atravesando cada parte de su cuerpo. Se apoyó con ambas manos sobre el escritorio, tratando de recuperar la respiración, que ahora mismo se asemejaba a la de un búfalo.
Y justo pasó eso. De hecho, Miranda pensó rápidamente en su suegra, se arregló para la ocasión en una decisión que había tomado de forma impulsiva y confió en que la madre de su marido la ayudaría; esa misma mujer que en el pasado también le tendió la mano, asegurándole un matrimonio que de alguna forma había salvado a su familia de la ruina.
Entonces, ahora que necesitaba apoyo, seguro lo encontraría en ella.
Cuando llegó a la mansión de Elizabeth, una de las mujeres de la servidumbre se acercó para informarle.
—La señora Radcliffe vendrá en unos minutos.
Y se fue sin decir nada más, dejando de nuevo ese silencio que se hacía molesto para Miranda. Ella sacudió la cabeza y se sintió aturdida por ello. Luego, escuchó el sonido de aquel taconeo acercándose cada vez más a ella, y frente a ella se impuso la figura impecablemente vestida de Elizabeth.
Su seria expresión que la caracterizaba estaba dibujada en su rostro.
—Miranda —saludó con un tono que pretendía ser dulce, pero que apenas cubría un visible fastidio—. No creí que vendrías a esta hora. ¿Todo en orden? Se nota que está pasando algo.
Elizabeth la evaluó entrecerrando la mirada, sabiendo lo que estaba sucediendo, pero quería escucharlo de su boca.
—Yo... Lamento no avisar antes sobre mi visita, pero lo que debo decirle amerita urgencia.
—¿Qué clase de urgencia te ha impulsado a venir a verme?
Esta vez, Miranda levantó la cabeza e hizo contacto visual con aquella mirada que era idéntica a la de Alec. Y que de alguna forma también lograba someterla.
—Descubrí que su hijo me está siendo infiel, contraté a un investigador y tengo pruebas de lo que estoy diciendo. Por esa razón, yo deseo terminar con...
Sin embargo, Miranda no pudo terminar la frase porque Elizabeth, con solo un gesto rápido de la mano, mientras la miraba con sus ojos que parecían cuchillas afiladas, le cerró la boca. De pronto, la expresión de Elizabeth había cambiado; parecía marcada por el enojo, pero seguía en la misma posición como si todo estuviera bajo su control.
—Miranda, ¿eres consciente de lo que estás diciendo? No quiero que estés hablando mal de mi hijo. Por otra parte, tal vez exista alguna razón por la que no te ha sido fiel —se encogió de hombros; ella volvía a ser tan fría de nuevo, su habitual personalidad que no era de extrañar.
Pero ella pensó por un segundo que le daría la razón. Como no ocurrió, se quedó perpleja, y es que esa mujer estaba justificándolo.
—Se pone del lado equivocado, señora Radcliffe —rugió, con la mirada inyectada de rabia y llena de aquel color rojo.
—Apoyar a mi hijo nunca será estar del lado equivocado. Ahora bien, ¿por qué no le das un hijo? Quizás así recuperes su atención.
Miranda estaba demasiado molesta y se levantó, acercándose peligrosamente a su suegra, y levantando la voz estaba otra vez dejando salir todo lo que sentía.
—¡Por un momento olvidé lo cruel que puede ser! Soy una ilusa al creer que estaría de mi lado. ¡Y no pienso permitir que Alec me siga engañando!
Elizabeth, que se había mantenido sentada y en aparente serenidad, ya no lo soportó más, se levantó y le dio una bofetada demasiado fuerte, que hizo que Miranda girara la cara al lado contrario, sintiendo el ardor de aquel golpe sobre su mejilla que la hizo sentir humillada. El brutal golpe recibido de parte de su suegra había calado hondo.
—No te atrevas a dudar de mi hijo —vociferó su suegra.
La mujer todavía se sentía impactada y se llevó una mano a la cara, sintiendo que su pulso también estaba acelerado y que las palabras crueles de su suegra dolieron más que el golpe recibido.
—Señora Radcliffe...
—No me levantes la voz, niña inútil. El matrimonio que tienes es algo que se debe mantener; tu deber es callar y bajar la cabeza, así que deja de avergonzar a mi hijo con tus celos ridículos.
Miranda no quería derramar ni una sola lágrima, pero en ese momento no pudo sostener el papel. El dolor palpitante en su mejilla y la humillación que estaba recibiendo empujaron las lágrimas; se arrepentía profundamente de haber buscado a Elizabeth, que claramente salvaría siempre a su hijo.
Miranda se quitó las lágrimas de un manotazo y se fue de allí caminando con rudeza; estaba destrozada, la dignidad la tenía por el suelo y su alma marchita.
En cambio, Elizabeth permaneció allí, enfadada por la actitud de Miranda; ella, que siempre había sido tan dura, ahora tampoco mostraba flexibilidad. Era como si llevara arraigada en su personalidad un látigo que golpeaba con las palabras y sus acciones.
***
Una vez en casa, cuando la noche ya había caído, no quería devorar ni un solo bocado, pero se obligó a comer solo un poco. Ni siquiera había llegado a la cocina cuando se frenó en seco.
Había llegado su marido, pero no estaba solo; había alguien más, un pequeño de no más de cinco años, que estaba a la par de Alec. Ese niño tenía el cabello rubio un poco revuelto y unos enormes ojos azules que a ella le resultaron familiares.
No se quería apresurar y concluir nada, pero el parentesco de aquel niño con su marido era tan increíble o solo era una coincidencia cruel. En todo caso, ella se quedó petrificada, todavía mirando al niño desconocido que era como una versión en miniatura de Alec.
—¿Q-quién es él, Alec? —cuestionó, tartamudeando.
—Miranda, él es mi hijo Edward —declaró como si fuera una noticia cotidiana, sin anestesia, como si no fuera una noticia que lo cambiaría todo.
La mujer dejó de escuchar, se puso tan pálida como un papel ante la presencia del niño y la traición de su marido, sintiendo que aquello no era más que la suma de todo el dolor y humillación que ya sentía.