3.Ecos de un Pasado Insepulto

Capítulo tres: Ecos de un Pasado Insepulto.

El viento del norte traía el eco de una voz que ella no recordaba.

Lyra vivía en una cabaña oculta, rodeada de abedules, con un niño de cabellos oscuros y ojos intensos que la llamaba “mamá” con una sonrisa que partía el alma. Nadie le había dicho que ese niño era fruto de un amor prohibido, de una historia enterrada bajo mentiras. Nadie le había contado que ella alguna vez se llamó Serena, ni que su alma había sido arrancada de su otra mitad a la fuerza.

La niña que fue había muerto. La mujer que ahora cuidaba del pequeño Liam no sabía a quién había amado, ni quién le había prometido la luna y le dio una tumba vacía a cambio.

Morgana, que la protegía, sabía la verdad. Y también sabía que no podía revelarla aún.

—Mamá, ¿por qué siempre tengo que esconderme si alguien viene? —preguntó Liam mientras jugaban con piedras junto al río.

—Porque a veces los adultos no saben lo que es mejor para los niños —dijo Lyra, acariciándole el cabello.

Desde los árboles, Ewan observaba en silencio. Su promesa a Morgana seguía intacta: cuidar de Serena, protegerla incluso de sí misma, hasta que recordara... o hasta que estuviera preparada para la verdad.

Él sabía lo que nadie más sabía: que Kael seguía vivo, que aún gobernaba… y que si algún día encontraba a Serena, el mundo se rompería de nuevo.

Muy lejos de allí, Kael despertaba con el nombre de Serena entre los labios, como lo hacía cada noche desde hace ocho años. La pesadilla era siempre la misma: una pradera cubierta de flores blancas, un grito ahogado y el eco de una traición que no terminaba de sanar.

En el reino, Lysandra tejía alianzas, mantenía las apariencias. Maelia, su esposa oficial, había asumido el rol de Luna, pero su cama seguía tan fría como la mirada de Kael.

—¿Cuánto tiempo más vas a seguir negándome? —le espetó una noche—. Soy tu esposa, Kael. Tu Luna ante la manada.

—No eres ella —dijo él, sin odio, pero con la dureza de una roca milenaria.

—¿Y qué pasa si ella está muerta? ¿Vas a seguir siendo un cadáver con corona?

—Prefiero eso —respondió con calma— a vivir fingiendo que no la amo.

Aquélla mañana el viento arrastraba hojas secas por los senderos del bosque del norte. Era un día templado, con cielo encapotado y una humedad antigua en el aire, como si la tierra guardara secretos que estaban a punto de despertar.

Kael y Rowan cabalgaban en silencio. No iban en misión oficial ni llevaban estandartes. Habían salido del castillo por iniciativa propia, impulsados por rumores de una criatura desconocida merodeando en los bosques del límite norte. Algunos decían que era un lobo sin manada. Otros, que era una mujer salvaje con el don de sanar. Kael no creía en cuentos de viejas, pero cualquier excusa era buena para alejarse de las paredes de piedra que lo asfixiaban.

—¿Sigues pensando que fue una buena idea venir hasta aquí? —murmuró Rowan sin mirarlo.

—Necesitaba respirar —respondió Kael, seco.

Rowan no insistió. Desde la muerte de Serena, la comunicación entre ambos era como una herida mal cerrada. Había días en que sangraba sin motivo.

Tras un par de horas atravesando la espesura, llegaron a un claro que parecía fuera de lugar: rodeado de árboles altos y viejos, con un riachuelo que cruzaba en diagonal, y flores silvestres brotando sin orden.

Y entonces la vieron.

Ella.

Estaba agachada junto al agua, lavando algo con delicadeza. Llevaba un vestido sencillo, los pies descalzos, y el cabello oscuro recogido en una trenza suelta. A unos metros, un niño pequeño jugaba con ramas y piedras. Reía.

Kael tiró de las riendas con brusquedad. El caballo relinchó.

Rowan se quedó helado.

—No puede ser… —murmuró Kael, sin aliento.

No habían oído su voz. No sabían su nombre. Pero verla fue como recibir un golpe en el alma.

Era idéntica a Serena.

Kael bajó del caballo con movimientos torpes, como si el cuerpo no le respondiera.

—Es ella —dijo, sin poder evitarlo.

Rowan también desmontó, pero lo detuvo con un gesto.

—Es imposible. Serena está muerta. Yo… yo la vi en la tumba.

Kael no lo escuchaba. Dio un paso adelante. Luego otro.

La mujer levantó la cabeza, alertada por un ruido en el bosque. Sus ojos se encontraron con los de Kael.

Y algo, por un instante, se rompió en el tiempo.

Kael sintió que se ahogaba. Aquella mirada… era como una cicatriz olvidada que de repente dolía de nuevo. La forma en que lo observó: cauta, pero sin miedo. Serena siempre lo había mirado así, incluso cuando discutían.

Pero en ella no había reconocimiento.

Rowan se acercó y quedó paralizado a su lado. Su pecho se alzaba con dificultad.

La mujer se puso de pie y llamó suavemente al niño, que acudió a su lado con una sonrisa inocente. Ella lo abrazó y acarició su cabello con ternura.

—¿Quién es? —preguntó Rowan en voz baja.

—No lo sé… pero… —Kael tragó saliva—. No puede ser solo una coincidencia.

La mujer los observaba con cierta distancia, con la curiosidad de quien encuentra a dos viajeros extraviados, pero sin mostrarse asustada.

Kael intentó acercarse un poco más, pero entonces el niño tiró de la falda de la mujer y ella asintió, como si el pequeño hubiera dicho algo que solo ella entendía. Sin apuro, pero con firmeza, dio media vuelta y se internó con él entre los árboles del otro lado del claro.

Desaparecieron.

Ni un nombre. Ni una palabra.

Solo el sonido del río y el retumbar de corazones confundidos.

Kael se quedó quieto, con los puños apretados.

—¿La viste? ¿Viste cómo caminaba? ¿La manera en que sostenía al niño?

Rowan asintió, incapaz de hablar.

—¿Y si…? —empezó Kael, pero no pudo continuar.

—Es imposible —murmuró Rowan. Aunque su tono no era firme. No esta vez—. Vámonos de aquí.

Horas después, ya lejos del claro, ninguno de los dos decía palabra.

Pero en su interior, algo ardía.

La imagen de esa mujer los perseguiría.

Si no era Serena… ¿por qué dolía como si lo fuera?

Y si sí lo era… ¿por qué no los reconoció?

El pasado, aparentemente enterrado, acababa de mover su lápida.

Esa noche, Morgana supo que algo había cambiado.

El aire olía a amenaza. Las runas no mentían: Serena ya no estaba oculta. El destino se había puesto en marcha.

Y nada, ni el amor, ni el tiempo, ni la sangre, iba a detener lo que estaba por despertar.

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