Capítulo cuatro: La copa amarga.
El aire seguía cargado de humedad cuando Lyra regresó a la cabaña con Liam de la mano. Caminaban en silencio, como si la presencia de aquellos dos hombres en el claro hubiera removido algo que no sabían nombrar. El niño se aferraba a su falda, y ella lo sostenía como si su abrazo fuera el único ancla en un mundo que empezaba a tambalearse. —¿Mamá, esos hombres eran malos? —preguntó Liam en voz baja. Lyra dudó. —No lo sé, amor. Pero no parecían peligrosos… solo confundidos. Liam asintió, aunque su ceño fruncido decía que no le gustaban. Nunca le gustaban los forasteros. Había aprendido, desde muy pequeño, que la seguridad estaba en la rutina, en los rostros conocidos, en las voces que no traían ecos extraños. Ewan los esperaba en el umbral de la cabaña. Su rostro, por lo general apacible, estaba tenso, como si el bosque mismo le hubiera hablado de lo ocurrido. —¿Todo bien? —preguntó sin rodeos. —Nos encontramos con dos hombres —dijo Lyra—. Cabalgaban. Uno de ellos… Se interrumpió. Las palabras no salían. Porque no podía explicar el torbellino que sintió al mirar los ojos de aquel desconocido. No era miedo. Tampoco deseo. Era… pérdida. Como si su pecho recordara algo que su mente había olvidado. —Eran lobos —afirmó Ewan, con voz grave. Lyra lo miró con sorpresa. —¿Cómo lo sabes? —Porque ya han empezado a buscarte. Morgana apareció detrás de él, como surgida de la niebla. —No deberías haber ido al río hoy —dijo suavemente—. Las runas me lo advirtieron. Pero no era tu culpa. El destino no siempre puede evitarse. Lyra sintió que algo dentro de ella se estremecía. Su pecho dolía de una manera antigua, como si hubiese despertado de un largo sueño y aún no entendiera en qué mundo estaba. —¿Quiénes eran? —preguntó. Morgana tardó en responder. —Sombras de tu pasado —dijo al fin—. Una parte de ti los conoce, aunque aún no lo recuerdes. Ewan desvió la mirada. Él también lo sabía. Todos sabían, menos ella. Esa noche, Lyra no pudo dormir. Afuera, el viento del norte volvía a soplar, trayendo con él el aroma de la corteza húmeda, del musgo antiguo, y de algo más: un perfume que no era de este tiempo. Soñó con un campo de flores blancas, con un grito ahogado, y con una promesa susurrada bajo una luna llena. Cuando despertó, tenía lágrimas en los ojos y el nombre "Kael" en los labios. En el castillo, Kael no había pegado ojo. Caminaba por los pasillos en penumbra como un espectro. Cada rincón le devolvía la imagen de la mujer del claro. No era solo el parecido físico. Era el gesto, la forma en que protegía al niño, la mirada con la que lo atravesó sin decir palabra. —Serena… —susurró para sí, por enésima vez. Rowan lo seguía en silencio, a distancia. Había aprendido a no presionar. Pero esa noche, algo cambió. Ambos lo sabían. Ya no era una ilusión que podían ignorar. Ya no era una herida dormida. Algo se había movido en lo profundo. Cuando el amanecer tiñó de gris los muros del castillo, ambos sabían que no podrían volver a mirar el mundo como antes. La noche era fría, silenciosa, casi cómplice. Las antorchas del salón se extinguían lentamente mientras dos figuras se mantenían en la penumbra, bebiendo en silencio. Kael y Rowan estaban sentados frente al fuego, con copas de hierro entre las manos y el corazón en carne viva. —La vimos, ¿verdad? —murmuró Rowan, su voz arrastrada por el peso del vino y de los años. —Sí —respondió Kael, sin apartar la mirada de las llamas—. Pero no era ella… No puede ser. —¿Y si lo fuera? —¿Y si fue un espejismo? ¿Una ilusión enviada por alguna bruja del norte? ¿O su fantasma? —Kael bebió de nuevo, con un leve temblor en los dedos—. Cada vez que cierro los ojos, la veo. Ya no sé en qué creer. Rowan se inclinó hacia él, con los ojos enrojecidos y la voz cargada de emoción contenida: —Yo también la amé, hermano. Un largo silencio cayó entre ellos. Uno de esos silencios que no requieren respuesta, solo aceptación. Mientras tanto, lejos de esa conversación íntima, una sombra acechaba. Lord Edrion, padre de Maelia y patriarca de una de las casas más influyentes, había recibido noticias alarmantes. Un espía le informó que Kael estaba recopilando documentos y testimonios en secreto, buscando pruebas de sus negocios con clanes enemigos, venta de armas hechizadas, y el uso de lobos enfermos para envenenar líneas de sangre. No podía permitirlo. Edrion no era estúpido. No levantaría la mano él mismo. En su lugar, sobornó a un aquelarre errante, brujas sin nombre y sin honor, que prepararon discretamente una poción con acónito y una pizca de veneno mental. Lo suficiente para debilitar a un lobo Alfa, hacerlo vulnerable, quizás mortal… con el tiempo. Pero la apariencia de normalidad debía mantenerse. Y así, al día siguiente, Maelia entró en los aposentos de Kael con una sonrisa amarga y los ojos vidriosos. Se sentó frente a él, elegante, serena, con una copa de vino en la mano. —Sé que no me amas —dijo con voz suave—. Pero aún quiero darte descendencia. Eres el Alfa. Nuestro linaje necesita fuerza. Kael la observó, en silencio. —Si no puedes amarme… —Maelia tragó saliva—. ¿Quieres que busque mujeres que te agraden? ¿Que te den hijos? Durante un segundo, Kael creyó ver una lágrima temblando en sus pestañas. Pero conocía demasiado bien la sonrisa que escondía cuchillas. —Quizás sea lo mejor —respondió con calma. El silencio que siguió fue más brutal que un golpe. Los ojos de Maelia se abrieron de golpe. Se puso de pie con brusquedad y lanzó la copa al suelo, que se hizo añicos. —¡Eres cruel, Kael! —gritó—. ¡Inhumano! ¡No sabes cuánto he sacrificado por ti! Las lágrimas corrían ahora sin freno, por primera vez sin fingimiento. Kael apretó el puente de la nariz con los dedos, cansado. Todo era demasiado. Las sospechas, las traiciones, los fantasmas… y entonces, sin aviso, el mundo giró. Su visión se nubló. El calor del fuego se volvió lejano. Su cuerpo tembló y la copa cayó de su mano, aún medio llena. —Kael… —susurró Maelia, su tono cambiando al pánico—. ¿Kael? Pero él ya no la oía. Cayó de rodillas, luego al suelo, sus ojos abiertos y vacíos como si lo hubiera golpeado un trueno silencioso. Maelia retrocedió con horror, sin saber si gritar, huir… o sonreír. Porque en lo profundo de su alma, por fin sentía algo que sí le pertenecía: su caída.