La expresión de Leonardo, que un momento antes mostraba algo de culpa por haberme dejado plantada, cambió de repente. Se tornó sombría mientras me fulminaba con la mirada.
Se plantó frente a Isabella y me gritó con rabia:
—¡Alicia, ya basta! ¿Cómo te atreves a golpear a Bella? ¡Ella es tu hermana!
—Puedes decir lo que quieras de mí, pero no voy a permitir que calumnies a Jack —le respondí enojada, clavando mis ojos en Isabella y lanzándole una advertencia.
Isabella fingía estar muy afectada, y, con voz débil y quejumbrosa, dijo:
—Leo… me duele mucho la cara…
Leonardo la acarició con ternura, lleno de lástima, y luego me lanzó una mirada furiosa.
—¡Jack no está enfermo! No sigas mintiendo. Y tú… ¿dónde estuviste anoche? No regresaste. ¿Estabas con algún lobo?
Isabella sonrió apenas, con cierta hipocresía, mientras se colgaba de su brazo, sollozando:
—No pienses mal de Alicia, Leo… Ayer la vi en el jardín con un caballero. Seguro solo hablaban de trabajo, ¿verdad, Alicia…?
Me temblaba todo el cuerpo de rabia. Las lágrimas ya me nublaban la vista.
Jack ha sufrido tanto… Había estado al borde de la muerte una y otra vez, y lo único que deseaba era ver a su padre, tan solo una vez.
—¿Tú también crees que Jack está fingiendo estar enfermo? —le pregunté a Leonardo, con la voz rota por la decepción.
Leonardo no contestó. Solo miró sorprendido la habitación de Jack, ahora vacía, y preguntó con cierta suspicacia:
—¿Y Jack? ¿Qué hiciste con él para que tu mentira parezca más real? ¿Acaso lo llevaste al hospital?
Claro. No me creía.
En estos últimos meses, no había vuelto ni una sola vez. Si lo hubiera hecho, habría notado el olor a hierbas medicinales, al desinfectante…
Y también habría visto los paquetes de remedios que nunca había alcanzado a abrir.
Pero no. El muy descarado nunca vino.
Hoy por la mañana limpié todo. Dejé la casa como si allí no viviera ningún enfermo.
Unos días atrás, Jack me dijo, sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida, que quería ver un espectáculo del circo, los tres juntos, como familia.
Le envié múltiples enlaces mentales. Incluso, había ido a buscarlo al campo de entrenamiento. Me había arrodillado frente a él. Le había suplicado una y otra vez si iba al circo con nosotros, prometiéndole dejar el clan para siempre, que le daría la libertad de estar con Isabella.
Sus ojos brillaron emocionados:
—¿No me estás mintiendo?
—No te miento —le respondí, con lágrimas en los ojos.
«¿Lo recuerdas, Leonardo? Fui yo quien te rescató de las heladas tierras del norte, cuando eras solo un niño inconsciente, a punto de ser devorado por los feroces lobos, puse mi vida en peligro para salvarte. Te traje a casa, te cuidé con esmero, calenté tu cuerpo, y hasta mezclé mi sangre con medicina para curarte.
Después, la familia León apareció. Dijeron que eras el heredero del jefe de su clan y que además querían llevarte de regreso.
Pero tú no quisiste irte. Querías quedarte con nosotros.
Cuando mis padres se separaron, Isabella se fue con mi padre. Fui yo quien insistió en que tú te quedaras con mi madre y conmigo. Pero tú… tú me culpaste por haberte separado de Isabella. La viste partir al sur, al otro clan, y podías hacer algo, pero no hiciste nada para impedírselo.
¿Sabes por qué te pedí que te quedaras con mi madre?
Porque ella era una beta reconocida en el Norte. Criarte a su lado significaba que serías como un hijo adoptivo para ella. Eso garantizaría que tu camino para liderar el clan León estuviera libre de obstáculos. Tus hermanos no podrían hacerte daño.
Pero tú nunca entendiste mi sacrificio.
Cuando mi madre agonizaba, te pidió que te casaras conmigo. Aunque no me amabas, no pudiste decirle que no a esa mujer que te crio como a un hijo.
Nos casamos ante la Diosa de la Luna, sin amigos ni familia presentes, sin banquete, sin ningún tipo de ceremonia. Fue algo bastante simple.
Mi madre, con la poca fuerza que le quedaba, tomó tu mano y nos preguntó cuándo anunciaríamos oficialmente que yo era tu Luna.
—Aún no —respondiste.
Porque querías reservar ese lugar para Isabella.
Y, aun así, acepté todo, porque te amaba con el alma.
Porque creía que, con el tiempo, aprenderías a amarme. Que verías todo lo que hacía por ti.
Pero dime, Leonardo… ¿era tan difícil cumplir el último deseo de Jack?»
De pronto abrí los ojos, lo miré con todo el dolor que tenía acumulado por años.
Ese rostro que una vez había amado… ahora solo me producía un profundo rechazo.
Justo en ese momento, Isabella gritó:
—¡Leo, me duele mucho la mano…!