Leonardo agarró aquellas cosas y se marchó a toda prisa.
Fue a buscar a la mejor bruja de la tribu y usó magia para verificar todos los objetos.
A la mañana siguiente, bien temprano, ya estaba en la puerta de la mansión. Me tomó de la mano.
Su aspecto era bastante desolador: la barba de días, los ojos cristalizados de rojo, una fatiga que se le notaba en cada rasgo.
Agarrándose a mi falda, comenzó a sollozar como un niño en voz baja: —Alicia, lo siento… me equivoqué. No debí hacerle caso a Isabella, no debí dudar de Jack. Ayer cuando regresé a casa busqué una foto mía de niño… ¡y es que Jack se me parecía tanto! Él era mi hijo. ¿Cómo pude dudar de él? ¿Cómo pude ser tan cruel?
Antes de terminar la frase, levantó la mano y se dio una cachetada tan fuerte que al instante brotó sangre de sus labios.
Yo lo miraba sin mostrar expresión alguna, sin sentir nada más que una tristeza amarga.
¿Dónde estaba este arrepentimiento cuando Jack vivía? Ahora que mi hijo había muerto, venía con descaro