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3 El Gusto Agridulce de la Decepción

Lina Holland salió del Palacio de Justicia con la bilis en la garganta. 

Diez días. 

Aquella jueza le había concedido a Iván una tregua que amenazaba con descarrilar un plan que le había tomado meses perfeccionar.

— ¡Es un insulto! —espetó a su abogado mientras se ajustaba unas gafas de sol que cubrían su rabia— ¿Diez días para inventarse una esposa? ¡Ese hombre no sabe lo que es una relación estable!

Se deshizo del abogado con un gesto despectivo y caminó hacia un SUV negro estacionado discretamente. Al subir, el aire acondicionado la golpeó con la misma frialdad que el hombre que la esperaba al volante, Rex, su amante y el verdadero arquitecto de la conspiración que ni siquiera se inmutó.

— Diez días es un regalo, Lina —dijo Rex con su marcado acento extranjero— Nos da tiempo para ser más contundentes.

— ¿Y si Iván encuentra a alguien? —preguntó ella, el miedo al fracaso asomaba por primera vez.

Rex sonrió con un destello peligroso en los ojos. 

— Nadie creíble se casará con ese imbécil en diez días, a menos que esté tan desesperada como tú. Pero no te equivoques, queremos más que la estúpida herencia, es el control total del banco y el acceso a la Corporación Lockwood lo que está en juego, y para eso, debemos destrozar a Iván psicológicamente.

Rex bajó la voz, revelando la siguiente fase de su plan. 

— Lo vigilaremos. Si asoma una prometida, la eliminaremos, y si Iván flaquea, secuestraremos a Kira bajo cualquier pretexto antes de la audiencia. Él se derrumbará y tú firmarás la custodia y el traspaso de las acciones.

Lina sonrió, sintiendo que su poder se restauraba, se inclinó hacia él y lo besó con la ansiedad de quien ya se siente dueña del imperio.

Mientras tanto, en un modesto apartamento de Hialeah, Alma Reyes se hundía en el silencio. Había pasado la tarde enviando currículums que sabía que nadie leería, y sin el visto bueno de Víctor, era una paria en el sistema financiero de Miami.

El teléfono sonó. “Mamá”, decía la pantalla. Alma forzó una sonrisa en su voz antes de contestar.

— ¡Mami! ¿Cómo te sientes?

Pero no hubo respuesta dulce. Solo un sollozo roto. 

— Alma... Hija, lo siento. Esos hombres... —La voz de María fue cortada por un gemido de dolor. El corazón enfermo de su madre no resistiría mucho más estrés.

— ¿Qué pasa, mamá? —Alma se levantó de un salto, con el pulso acelerado.

Un segundo después, una voz áspera y desconocida tomó el control de la línea. 

— Escúchame bien, señorita., tu madre nos alquiló una parte de la casa, pero la pobre está confundida, nos hizo firmar un documento donde cede la propiedad total a un inversionista nuestro.

— ¡Eso es ilegal! ¡Mi madre está enferma, la engañaron! —gritó Alma, sintiendo que el mundo se inclinaba.

— Legal o no, ahora esta es mi casa —se burló el matón— Si quieres que tu madre no termine en la calle mañana mismo, vas a necesitar un cuarto de millón de dólares. ¡Y rápido! Tienes 24 horas para conseguir el dinero o poner a la vieja en un asilo estatal.

La línea se cortó. 

Alma se quedó mirando la pared, paralizada, ya no era solo la deportación, también era el único techo que protegía a la mujer que le había dado todo. 

Se había gastado sus ahorros en las válvulas del corazón de María, y ahora, el destino le pedía una cifra que no vería en diez años de trabajo.

Carla entró al salón, todavía secándose el cabello, y encontró a Alma en estado de shock. Al escuchar la historia, la tristeza en el rostro de su amiga se transformó en una cruda resolución.

— Un cuarto de millón... ¿De dónde lo saco, Carla? —sollozó Alma, totalmente descompuesta.

Carla se sentó a su lado y le tomó las manos. 

— Solo hay una forma, Alma, el patrocinio de Víctor —Sentenció.

— No... —susurró Alma con asco.

— ¡No tienes opción! —insistió Carla— Escúchame, esta noche hay una fiesta en la mansión de los Daniels, junto al lago, Víctor estará allí, tienes que ir, si tienes que arrastrarte, y pedir disculpas por lo de esta mañana ¡hazlo! y acepta su propuesta. Es la única forma de que te dé el dinero o te autorice un préstamo inmediato del banco.

— ¿Y si se niega? —preguntó Alma con voz hueca.

— No se negará si lo haces bien, graba la conversación, haz que confiese lo que te pidió a cambio del ascenso, si no te da el dinero, lo chantajeas con la grabación. Es su vida o la de tu madre, Alma.

La chica tragó grueso. Jamás se habría imaginado cayendo tan bajo, pero el rostro de su madre en la mesita de noche era la única brújula que le quedaba. Se levantó con movimientos mecánicos, sintiendo que el asco se convertía en una armadura.

— ¿Qué me pongo para vender mi alma? —preguntó con amargura.

Carla le entregó un vestido negro, sencillo pero elegante, que resaltaba su figura de forma que Alma odió al instante. 

Se maquilló para ocultar las ojeras de la desesperación, tratando de encontrar a la mujer fuerte que le había dado una bofetada a Víctor, pero solo encontró a una víctima resignada.

— Te ves hermosa —dijo Carla con un tono que sonaba a despedida.

— Me veo como un producto en oferta —susurró Alma.

Carla salió primero hacia la fiesta para sondear el terreno, y Alma se quedó sola un momento, mirando la foto de María. 

«Perdóname, mamá», pensó. «Pero no dejaré que te quiten lo único que tienes».

Salió del apartamento hacia la noche húmeda de Miami Beach. Subió al autobús, sintiéndose observada por cada sombra, mientras el vehículo avanzaba pesadamente por el tráfico, un Bentley oscuro se detuvo en el carril contiguo.

A través del cristal, a menos de dos metros, estaba Iván Lockwood.

Él no la vio, estaba concentrado en su tableta. En la pantalla, resaltado en azul, aparecía el nombre: ALMA REYES, y debajo, una lista de vulnerabilidades que su equipo de seguridad había extraído en tiempo récord, Madre enferma. Propiedad en litigio. Sin estatus legal.

Iván cerró la tableta con una sonrisa gélida. Había encontrado a su presa. 

Alma, por su parte, bajó del autobús frente a la propiedad de los Daniels, sin saber que el hombre al que más odiaba estaba a punto de interceptar su caída hacia el abismo.

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