No he sentido las piernas cuando salí de la clínica.
Ni los brazos. Ni el pecho. Todo mi cuerpo es un nudo de ansiedad, de miedo, de rabia, de algo que no sé poner en palabras. Me arde la garganta. Me cuesta tragar. La calle me parece ajena, hostil, como si el aire de Los Ángeles pesara más hoy, como si las voces, los autos, y el movimiento me pasaran por encima sin verme.
Camino con la inercia de quien escapa de sí misma.
El sol se está escondiendo, pero no lo veo. Solo sé que necesito irme, necesito moverme, no puedo quedarme quieta. La idea de regresar a casa es insoportable. No puedo estar ahí, entre paredes que huelen a decisiones erradas y silencio forzado. Si vuelvo, voy a soltarme a llorar en mi habitación y no quiero que mi papá llegue y me vea. Y no hay nadie que me pueda sostener si eso pasa.
Levanto el brazo en cuanto veo un taxi cerca, el chofer frena enseguida. Entro sin pensar. Me hundo en el asiento trasero, como si pudiera desaparecer.
Limpio las lagrimas que estaban