Apenas llego a casa subo de prisa las escaleras y azoto la puerta de mi habitación con tanta fuerza que los marcos tiemblan.
—¡Seraphina! —escucho la voz grave de mi padre, del otro lado—. ¿Qué sucede? —pregunta, pero no quiero verlo, no quiero que me vea así, así que no respondo.
No puedo. Simplemente lo ignoro y me dejo caer contra la puerta, como si mis piernas no pudieran sostener el peso de lo que llevo encima. Las lágrimas me queman, me arden en los ojos hinchados y en la garganta cerrada. Me aprieto las rodillas contra el pecho y lloro. Lloro hasta que mi cuerpo se sacude, hasta que mi alma se rompe en pedazos que no sé cómo volver a juntar. Hasta que ya no quedan lágrimas. Solo un vacío. Un silencio espeso. Y la imagen de Elías, mirándome a los ojos y hablándome de deshacerse del bebé como si esa fuera la opción más lógica, o quizá la más fácil.
Paso la noche entera así. Despierta. Rota. Pensando.
«¿Y si tiene razón? ¿Y si esto arruina mi vida? ¿Y si arruina la suya? ¿Y si nunc