La tarde caía sobre Nueva York como un velo dorado, tiñendo los rascacielos con tonos anaranjados y rosados, mientras en un elegante departamento del Upper East Side, la doctora Elena Borgia removía una olla en la cocina con movimientos pausados y precisos. El aroma reconfortante de hierbas frescas —albahaca y orégano— mezclado con la salsa de tomate burbujeante impregnaba el aire, creando un oasis de calidez en medio del bullicio urbano. Después de un día agitado en el hospital, lleno de cirugías y decisiones críticas, aquella rutina doméstica le traía una calma profunda, como un bálsamo para su alma agotada. Sus manos, acostumbradas a manejar bisturíes, cortaban ahora algunas verduras con la misma precisión quirúrgica: zanahorias en rodajas perfectas, cebollas en dados uniformes, todo sobre una tabla de madera que crujía suavemente bajo el cuchillo.
La puerta del departamento se abrió con un clic suave, seguido del sonido nítido de tacones resonando en el parquet pulido. Isabella en