Cenizas de un Sueño
Bianca Lancaster, la joya mimada de los Lancaster, siempre había creído que su vida estaba destinada a la perfección: un futuro al frente de Lancaster Holdings, un matrimonio con Cassian Thornhill, y el amor incondicional de sus padres, Zachary y Judith. Pero ahora, todo eso se desmoronaba. Willow Maddox, la hija biológica de Zachary, había irrumpido en su mundo como un huracán, robándole no solo su lugar en la familia, sino también la fiesta de compromiso que debía celebrarse en un mes, donde ella, y no Willow, debería haber sido la protagonista.
En el salón de la mansión Lancaster, la tensión era palpable. Bianca estaba de pie, con los puños apretados, frente a Zachary, Willow y Cassian. Judith, sentada en un sillón, observaba con una tristeza que no alcanzaba a disimular. Y no dijo absolutamente nada.
—¡Esto es absurdo! —espetó Bianca, su voz temblando de furia—. ¿Cómo puedes dejar que ella tome mi lugar, papá? ¡Soy tu hija!
Zachary, con el rostro endurecido, la interrumpió. —Willow es mi hija, Bianca. No puedes culparla por mi pasado.Lo menos que puedo hacer es retribuirle en algo todo este tiempo de desamparo. Este compromiso con Cassian fortalecerá a ambas familias, y Willow merece esta oportunidad.
Bianca giró hacia Willow, que mantenía la mirada baja, fingiendo humildad. —Tú —siseó, señalándola—. ¿Crees que puedes aparecer de la nada y arrebatarme todo? ¡No tienes idea de lo que he sacrificado por esta familia!
Willow alzó la vista, sus ojos brillando con lágrimas ensayadas. —Bianca, no quiero pelear contigo —dijo con voz suave—. Solo quiero un lugar donde pertenecer. No estoy aquí para quitarte nada.
Cassian dio un paso adelante, su expresión tensa. —Bianca, basta —dijo, su voz cortante—. Esto no es personal. Willow y yo… sentimos algo real. Lo nuestro siempre fue un arreglo. Nunca hubo amor.
Bianca sintió un puñetazo en el pecho. Miró a Judith, buscando un último atisbo de apoyo. —¿Mamá? —susurró, su voz quebrándose—. ¿Tú también estás de acuerdo con esto?
Judith bajó la mirada, sus manos temblando en su regazo. —Bianca, querida… a veces el amor significa dejar ir. Willow ha sufrido mucho. Dale una oportunidad.
Derrotada, Bianca sintió que el suelo se abría bajo sus pies. No podía enfrentarse a los tres. Sin decir una palabra más, salió corriendo de la mansión, el eco de sus tacones resonando en el vestíbulo de mármol.
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Horas después, Bianca estaba sentada en un bar del centro de Manhattan, el aire cargado con el aroma de whiskey y perfume caro. Frente a ella, su mejor amiga, Rosa, la abrazaba con fuerza, dejando que las lágrimas de Bianca empaparan su hombro.
—Ese Cassian nunca fue bueno para ti —dijo Rosa, apartándose para mirarla a los ojos—. Eres Bianca Lancaster, por Dios. Mereces a alguien que te valore de verdad.
Bianca sorbió su martini, el alcohol quemándole la garganta. —No sé qué hacer, Rosa. Todo lo que tenía… mi familia, mi futuro… se lo dieron a ella.
Rosa señaló con la barbilla hacia la barra. —Mira a ese de allá. No está nada mal.
Bianca alzó la vista. Allí, en un rincón de la barra, estaba Aldric Thornhill. Su presencia era magnética: alto, con rasgos afilados y una mandíbula que parecía tallada en granito. Sus ojos grises, profundos y penetrantes, parecían absorber la luz del lugar, y su traje oscuro lo hacía destacar como una sombra poderosa entre la multitud. Estaba solo, sosteniendo un vaso de bourbon, con una expresión que mezclaba introspección y peligro.
Impulsada por el alcohol y el dolor, Bianca se levantó, tambaleándose ligeramente, y se acercó a él. Aldric alzó la mirada, sus cejas arqueándose al reconocerla. —¿Vaya, nos vimos ayer, no? —dijo, su voz grave con un toque de ironía—. ¿No eras tú la que me trató con tanta frialdad?
Bianca, embriagada y sin filtros, le lanzó una sonrisa traviesa. —Tal vez hoy estoy de mejor humor —respondió, apoyándose en la barra junto a él. Sin darse cuenta, su mano rozó la de Aldric, un contacto fugaz que envió un calor inesperado por su brazo.
Aldric la observó, su expresión suavizándose. —¿Qué te trae aquí, Bianca? No pareces del tipo que ahoga sus penas en un bar.
Ella rió, un sonido amargo, y antes de que pudiera detenerse, las palabras comenzaron a fluir. Le contó todo: el compromiso roto, la traición de su padre, la llegada de Willow, y cómo su madre, a quien siempre había considerado su aliada, la había abandonado. Aldric escuchó en silencio, sus dedos apretando el vaso con más fuerza a medida que ella hablaba.
—¿Cómo se atreven a tratarte así? —dijo finalmente, su voz baja pero cargada de furia contenida. Sus ojos se encontraron con los de ella, y por un instante, Bianca sintió que él veía más allá de su fachada, hasta el dolor que llevaba dentro.
—No lo sé —susurró Bianca, su voz quebrándose. Sin pensarlo, apoyó la frente contra el hombro de Aldric, buscando un refugio momentáneo. Él no se apartó. En cambio, su mano se posó suavemente en la espalda de ella, un gesto tierno que contrastaba con su aire distante.
—Te ayudaré —prometió Aldric, su voz firme como una roca—. No dejaré que te hagas a un lado tan fácilmente.
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Más tarde, Aldric llevó a Bianca a un hotel cercano, asegurándose de que descansara en una suite tranquila. La dejó en la cama, con un vaso de agua en la mesita, y se marchó sin decir más.
Al día siguiente, Bianca despertó con la cabeza palpitante. Los recuerdos de la noche anterior regresaron en fragmentos, y su rostro se encendió de vergüenza. ¡Dios mío! Había hablado sin parar con Aldric, prácticamente arrojándose a él. Y no era cualquier hombre… ¡era Aldric Thornhill! El Tío de Cassian, el hombre del que había jurado mantenerse alejada.
Solo podía rezar para que él no recordara nada.
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Los días pasaron, y Willow y Cassian se mostraban como la pareja perfecta, paseando por Manhattan como si ya fueran los dueños del mundo. Bianca, por su parte, decidió que no asistiría a la fiesta de compromiso. ¿Por qué someterse a la humillación de ver a Willow en el centro del escenario que le pertenecía? No sería más que una espectadora de su propia derrota.
Pero la noche antes del evento, su teléfono sonó. Una voz desconocida le informó que había un paquete en la puerta de su apartamento. Frunciendo el ceño, Bianca abrió la puerta con cautela. En el umbral había una caja pequeña, envuelta en papel negro con un lazo plateado. No había remitente. Con el corazón acelerado, abrió el paquete.