La mansión Thornhill, envuelta en un silencio opresivo aquella noche, parecía contener el aliento, como si supiera que algo terrible estaba por desatarse. Las cortinas de terciopelo se mecían con el susurro del viento, como fantasmas inquietos que murmuraban secretos oscuros. Bianca, con el alma agotada y el corazón aún sangrando por las heridas que Margaret Thornhill había infligido horas antes, cruzó el umbral con pasos cansados, anhelando el refugio de su habitación, un rincón donde lamer sus heridas y armarse de valor para enfrentar otro día. Pero el destino, cruel y traicionero, tenía otros planes.
Allí, en el centro del salón principal, aguardaba Cassian, una sombra rota bajo la luz tenue de los candelabros. Sus ojos, inyectados en sangre, brillaban con un fuego enfermo, y su cuerpo tambaleante delataba las horas que había pasado ahogándose en whisky. El hedor del alcohol impregnaba el aire como una niebla venenosa, envolviéndolo todo en una atmósfera de decadencia. Bianca, acos