La noche cayó sobre Rize como una cortina de terciopelo húmedo. Las nubes se aferraban a la montaña, negándose a disolverse. En la mansión Aslan, ni la brisa lograba colarse. Todo estaba cerrado. A cal y canto.
Y sin embargo, el aire era irrespirable.
La tensión acumulada tras la visita de Leyla seguía adherida a las paredes, como el olor a incienso viejo en un templo olvidado. Nadie hablaba. Nadie osaba mencionar su nombre. Pero el vacío que había dejado era tan presente como su perfume.
Nehir cerró la puerta de su estudio con un portazo controlado. Caminó directo a la ventana, apretando los dedos contra el marco de madera con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. Sentía que el corazón aún le golpeaba las costillas como si intentara escapar.
No por celos.
Sino por lo no dicho.
Por el silencio de Mirza. Por el abrazo que no entendía. Por ese instante de posesión pública como si pudiera protegerla de algo sin explicarle de qué.
Y por esa mujer. Esa sonrisa. Esa frase. “Lo