La oscuridad que los rodeaba era diferente a cualquier otra que hubieran conocido. No era un vacío, ni una sombra, ni siquiera el silencio absoluto de la nada. Era un espacio lleno de algo intangible, un murmullo suave pero persistente que parecía provenir de todas partes a la vez. En la infinita quietud de ese lugar, Samantha y Alexander se sintieron como si estuvieran suspendidos en el centro del universo, en un punto donde el tiempo y el espacio ya no tenían ningún significado claro.
De repente, un destello de luz, suave y cálido, emergió de la penumbra, marcando un camino a seguir. La luz era dorada, pero no cegadora, como un faro que los llamaba hacia lo desconocido. Sin decir palabra alguna, ambos comenzaron a caminar hacia ella, como si sus cuerpos supieran exactamente lo que tenían que hacer. A medida que avanzaban, la oscuridad a su alrededor comenzó a desvanecerse lentamente, como si la luz fuera capaz de disolverla, hasta que finalmente, al cruzar un umbral invisible, se en