Narrador.

La bodega quedaba en las afueras de la ciudad, detrás de una carretera olvidada donde nadie pasaba de noche. El aire estaba cargado, metal oxidado y miedo. Las paredes húmedas, las lámparas temblando, las sombras largas de los hombres que esperaban instrucciones. Nadie hablaba. Todos sabían que, cuando el jefe llegaba, el silencio era ley.

En el centro del lugar, un hombre yacía en el suelo, atado con alambres a una silla rota. Era Carlos, el administrador de la constructora fachada de Fernando. Tenía la cara hinchada, los labios reventados y las muñecas llenas de sangre seca. Había gritado hasta que se le acabó la voz. Ahora solo temblaba, jadeando entre sollozos.

Los pasos de Fernando Solano resonaron desde el pasillo. Su figura apareció envuelta en un abrigo oscuro, el rostro endurecido por la ira. Entró con calma, sin prisa, sin necesidad de levantar la voz. El simple hecho de verlo bastó para que todos retrocedieran.

—¿Sigue negándolo? —preguntó, mirando a su gente.

Uno