—Manténganse todos atrás —dijo Fernando, sosteniendo la navaja justo debajo del extremo de su yeso, presionándola contra la piel expuesta de su muñeca. El metal capturó la luz de una manera que me revolvió el estómago—. Esto pudo haber terminado mejor, pero tú no paras hasta que alguien termina muerto o en el maldito hospital, Nicolás. Así que míranos ahora.
Nicolás no se movió. Tenía las manos en los bolsillos y los ojos fijos en su hermano como si estuviera viendo a alguien hacer un truco de fiesta. Me aterrorizó la forma en que se veía tan... imperturbable.
Victoria se veía horrorizada. Se había puesto pálida. No sabía qué sentir. ¿Frío? ¿Entumecimiento? Esa sensación de desconexión que tienes cuando tu cerebro no te permite absorber algo de una vez. Pero sí sabía una cosa: no quería ver a Fernando abrirse las venas. No frente a mí. Nunca.
—¿Se supone que eso me va a conmover, Fernando? —dijo Nicolás con tono plano—. Enviaste a mamá con alguna mentira sobre Lidia, esperando que vini