Miré fijamente a Fernando, sin poder creer que hubiera reducido lo que Nicolás y yo teníamos a algo tan simple como el sexo.
Me sostuvo la mirada como si esperara que le diera la razón, como si lo que acababa de decir fuera algo racional en lugar de las sandeces manipuladoras que habían salido de su boca.
—Tienes que estar bromeando.
No me respondió. Solo me observó con el rostro tenso y los ojos cansados, mientras una extraña desesperación se le pegaba como niebla.
—¿Te volviste loco? —le pregunté.
—¿Yo? ¿Por qué me echas la culpa de estar loco cuando claramente andas pensando con la vagina?
Se me desencajó la mandíbula.
—Si el problema era el sexo —continuó sin inmutarse—, me hubieras dicho. Somos amigos, yo te habría ayudado.
Cada palabra que salía de su boca era peor que la anterior, hasta el punto de que no podía responder lo suficientemente rápido mientras la furia me recorría la espalda en oleadas ardientes y el pulso me martilleaba las sienes.
—¿Sabes qué? —dije lentamente—. Vi