La mañana siguiente transcurrió bajo la rutina habitual: su madre, Lady Whitcombe, repasaba con celo las cartas de invitación que habían llegado desde Londres. Su voz, animada, llenaba la sala de estar con planes sobre bailes, cenas y la inminente temporada social.
—Todo está dispuesto, Eleanor —dijo con una sonrisa satisfecha—. En Grosvenor Square nos esperan con impaciencia. Londres es donde verdaderamente comienza la vida.
Los días siguientes estuvieron llenos de preparativos. Eleanor fingía entusiasmo por los vestidos y guantes que le mostraban, aunque en realidad solo pensaba en los establos y en la sombra oscura de aquel hombre que había alterado su mundo.
Cuando finalmente llegaron a Londres, el bullicio de Grosvenor Square la envolvió con un torbellino de carruajes, caballeros engalanados y damas que desfilaban como flores en un jardín cuidadosamente dispuesto. Las veladas sociales comenzaron de inmediato, y Eleanor, como era esperado, se convirtió en objeto de miradas calculadas y cumplidos excesivos.
El salón de Lady Beresford, en Grosvenor Square, bullía de damas enjoyadas y caballeros en uniforme. La guerra contra Napoleón dominaba las conversaciones, pero se disfrazaba con brindis y risas nerviosas.
Lady Eleanor Whitcombe paseaba entre los grupos con la sonrisa impecable que había aprendido a usar como escudo. Su madre la guiaba con firmeza, presentándola una vez más a viudos ricos y herederos ambiciosos. Eleanor se inclinaba, respondía con gracia, pero por dentro sentía un vacío cada vez mayor.
Junto al piano, en un corrillo de caballeros y damas, escuchó el nombre que le erizó la piel.
—Dicen que lo llaman el Halcón —comentó un coronel, su copa levantada—. Un espía y fantasma en la frontera, imposible de atrapar.
—Dicen que cabalga de noche, con un halcón bordado en la capa —murmuraba una joven con los ojos brillantes de emoción.
—¡Paparruchas! —replicaba un anciano juez, inflando el pecho—. No es más que un ladrón con buen disfraz.
—Un corsario, eso es lo que es. He oído que responde a Napoleón y que ha cruzado el Canal bajo identidades falsas —susurraba un caballero, con la voz baja pero ansiosa de atención.
Otro caballero rió.
—¡Un simple contrabandista con aires de héroe! Francia está llena de rufianes que se disfrazan de patriotas.Una dama suspiró, inclinando el abanico.
—Y, sin embargo, hay algo romántico en él. Un hombre que desafía a dos imperios, que vuela libre mientras todos estamos atados al deber…Eleanor sintió que el corazón le golpeaba. El Halcón. El nombre era un susurro que la llevaba de vuelta a los establos, a aquella mirada ardiente bajo la luna. No se atrevió a intervenir, pero sus dedos se cerraron con fuerza en torno a su abanico.
Al girar sobre sí misma, buscando un respiro del corrillo de rumores, lo vio.
No llevaba máscara ni capa, y sin embargo, destacaba entre todos. Era más alto que la mayoría, de hombros anchos, el cabello oscuro cayéndole con naturalidad sobre la frente. Su porte era sobrio, elegante en su sencillez, como quien no necesita ostentación. Pero lo que verdaderamente la paralizó fueron sus ojos: negros, intensos, clavados en ella como si hubieran estado esperándola.
Eleanor contuvo el aliento. Durante un instante, el salón entero pareció desvanecerse: ya no había música, ni risas, ni rumores. Solo aquella mirada, la misma que había encendido en su interior una llama inesperada en los establos de Ashbourne.
Él avanzó despacio entre la multitud, como si los cuerpos se apartaran a su paso sin notarlo. Cuando se inclinó en un saludo formal, la distancia entre ellos se redujo a la nada.
—Milady —dijo, con voz baja, grave, que parecía vibrar en el aire—. Gabriel D’Artois, para serviros.
El nombre cayó entre ellos con un peso inesperado. Eleanor apenas pudo responder, consciente de que era la primera pieza concreta del rompecabezas en el que aquel hombre se había convertido.
—Señor D’Artois… —susurró, como probando en sus labios aquel nombre extraño y, al mismo tiempo, familiar.
Él sonrió apenas, un gesto leve, enigmático.
—Parece que Londres es menos vasto de lo que aparenta.Eleanor quiso replicar, preguntar, exigir respuestas, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Había en él una calma peligrosa, como la superficie tranquila de un río que esconde corrientes mortales.
Antes de que pudiera reunir valor para hablar, sintió otra mirada clavada en ella, diferente, más fría. Al alzar los ojos, descubrió a Lord Ashford observándolos desde el otro extremo del salón. Su sonrisa era perfecta, pero sus ojos estaban tensos, calculadores.
Eleanor se apartó un paso, rompiendo el hechizo. Gabriel inclinó la cabeza con discreción y se despidió con un gesto, perdiéndose entre la multitud tan silenciosamente como había llegado.
Fue entonces cuando Lord Ashford, tan impecable como siempre, apareció a su lado: chaqueta de terciopelo azul, botas lustrosas, cabello rubio peinado con perfección. Se inclinó hacia ella con una sonrisa estudiada.
—Rumores de un forajido —dijo con tono despectivo—. No deberíais prestarles oído, mi lady. Son cuentos para damas impresionables.
—Y sin embargo todos hablan de él —replicó Eleanor, con calma, sin mirarlo.
Ashford entrecerró los ojos, la diversión en su mirada se mezclaba con un matiz amenazante.
—Porque el peligro siempre excita la imaginación. Pero no olvidéis algo: un hombre que actúa fuera de la ley no es un héroe. Es un traidor. Y un traidor merece la horca.
Eleanor lo miró entonces, sosteniéndole la mirada con una frialdad que pocos se atrevían a mostrarle.
—Quizás, milord, la historia no siempre es tan clara como blanco y negro.Él sonrió, pero su sonrisa no alcanzó los ojos. Inclinándose un poco más, lo justo para que su madre no lo notara, su mano enguantada se posó sobre la de ella sobre el abanico, apretándola con una fuerza que disimulaba su sonrisa. Murmuró en un tono bajo que la hizo estremecerse:
—Y quizás, Lady Eleanor, vos deberíais cuidar qué historias inquietan vuestros pensamientos. No todo lo que brilla en la oscuridad es digno de admiración.Solo entonces soltó su mano. Se apartó con la misma elegancia con que había llegado, dejándola con un nudo en el estómago y el dolor punzante de sus dedos como un recordatorio de su advertencia.
Eleanor respiró hondo y fingió atender a la música del piano, pero sus pensamientos estaban lejos, en otro lugar, en otro hombre.
Esa noche, de regreso a su habitación en Grosvenor Square, Eleanor se dejó caer en el diván junto a la ventana. Afuera, la ciudad seguía viva, llena de luces y murmullos. Pensó en su madre, tan empeñada en asegurarle un futuro honorable, y en Ashford, cuya atención se tornaba cada vez más incómoda. Y, por encima de todo, pensó en unos ojos oscuros que la habían atravesado en los establos de Ashbourne, recordándole que existía algo más allá de los bailes y las alianzas.
Podían llamarlo traidor, forajido o fantasma. Para ella, ya era algo más.