Entre Deber y Deseo

El amanecer llegó con un cielo lechoso y una llovizna tenue que empañaba los ventanales de Grosvenor Square. Eleanor despertó inquieta, con la sensación de que aún podía sentir la intensidad de aquella mirada sobre su piel. Había soñado con él: no con un nombre, ni con un rostro definido, sino con la fuerza de unos ojos oscuros que parecían atravesar cada máscara que el mundo intentaba imponerle.

Pero la rutina londinense no daba tregua. En cuanto bajó a desayunar, su madre la recibió con el mismo ímpetu de siempre, desplegando una lista interminable de compromisos sociales.

—Esta noche el duque de Strathmore ofrecerá una cena íntima —dijo Lady Whitcombe, removiendo el té con gesto imperioso—. Y mañana, la condesa de Wycliffe organiza un baile al que no podemos faltar. No debes desaprovechar oportunidades, Eleanor. No eternamente.

Eleanor bajó la mirada a su taza, tratando de ocultar la punzada de rebeldía que le encendía las mejillas.

—Lo sé, madre.

Lady Whitcombe suspiró, entre tierna y severa. - Tu padre y yo hemos construido este futuro con esfuerzo. Cada alianza, cada amistad, es un ladrillo en el muro que protege nuestro nombre. 

Su mirada se perdió un instante en la ventana, como si viera los fantasmas de sus propias renuncias. - No se trata solo de ti, Eleanor. Se trata de todos los Whitcombe que vendrán después. Eres hermosa, inteligente y bien nacida. Podrías aspirar a cualquier hombre de Londres. Pero recuerda: lo que buscamos no son galanterías pasajeras, sino alianzas sólidas.

Eleanor no respondió. Por dentro, pensaba en lo irónico que era: su madre hablaba de estabilidad y conveniencia, mientras que su mente se llenaba de un hombre cuya sola presencia la había sacudido más que todos los pretendientes de la temporada juntos.

Al salir esa tarde, Eleanor no tardó en encontrarse con Lord Ashford. Él apareció con la cortesía impecable de siempre, sombrero en mano y sonrisa calculada.

—Lady Eleanor —dijo, inclinándose—. Parecéis haber deslumbrado a todo Londres anoche.

—Sois muy amable, mi lord —respondió ella, manteniendo la compostura.

Ashford caminó a su lado con paso mesurado, demasiado cercano. Mientras caminaban, su brazo rozaba el de ella a propósito, una posesión disfrazada de cortesía. Cada mirada que él lanzaba a otros caballeros parecía decir "esta me pertenece". Eleanor sintió cómo su sonrisa se congelaba en el rostro, una máscara tan rígida y pesada como el corsé que ceñía su cuerpo.

—Decidme, ¿qué os parecieron los rumores sobre ese tal “Halcón”? Patrañas, sin duda, pero parece que despierta una curiosa fascinación en ciertos círculos.

Eleanor sintió que el corazón le daba un vuelco, aunque logró mantener el rostro sereno.

—No presto demasiada atención a esas habladurías —contestó.

Ashford la observó con ojos penetrantes, como si intentara descifrarla.

—Hacéis bien. Una dama de vuestra posición merece certezas, no fantasías. Y yo, milady, no tengo secretos.

Aquella frase, pronunciada con suavidad, le sonó más a advertencia que a promesa. Mientras hablaba, su mirada se deslizó hacia el escote de Eleanor, no con deseo, sino con la frialdad de un tasador. Eleanor sonrió cortésmente, pero en su interior sintió un frío repentino: Ashford no cortejaba, vigilaba.

Los días siguientes, los rumores sobre el Halcón crecieron aún más. Algunos lo pintaban como un villano, un agente doble al servicio de Francia. Otros, como un héroe romántico que robaba para la causa inglesa. Las versiones se contradecían, pero todas tenían algo en común: el Halcón ya no era solo un nombre, sino un mito que se colaba en las veladas, en los pasillos y hasta en los susurros de los sirvientes.

Eleanor, cada vez más atrapada entre la presión materna y la presencia asfixiante de Ashford, descubría en sí misma un anhelo inesperado: una chispa de libertad, un susurro de aventura. Por las noches, al desatar su corsé y quedar sola con su reflejo en el espejo, ya no veía a la debutante perfecta. Esa mujer anhelaba algo más que seguridad: anhelaba sentirse viva. Una chispa de libertad, un susurro de aventura que resonaba con el nombre de un hombre convertido en leyenda. Aquella leyenda, para ella, tenía los ojos del Halcón.

Y cuando, al cabo de unos días, su madre decidió que ambas pasarían un tiempo en Ashbourne Manor “para descansar de tanto trajín”, Eleanor lo recibió como un respiro.

No sabía aún que el verdadero respiro no vendría de la campiña, ni del silencio de los rosales. Sino de un mensaje secreto, dejado en el lugar más íntimo de todos: su propio refugio secreto.

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