La pluma de halcón, un oscuro secreto, descansaba oculta entre las páginas de un libro de poesía, sobre la mesilla de noche de Eleanor. Cada vez que la contemplaba, un escalofrío la recorría, una mezcla de culpa y una emoción tan intensa que no se atrevía a nombrar.
A veces, en la quietud de la noche, una pregunta se abría paso entre la turbación: ¿por qué? ¿Por qué un hombre así, un fantasma de la guerra, había confiado en ella? No había huido, ni la había amenazado para asegurar su silencio. Le había dejado una prueba, una promesa y una deuda. La había visto, realmente visto, de una forma que Ashford nunca lo haría. ¿Era solo instinto, o había algo más en esa mirada que la traspasó? ¿Algo que él conocía y ella no?
Hacía solo tres días de su encuentro en los establos, pero Eleanor sentía que el aire en Ashbourne Manor se había vuelto más denso, asfixiante. La vida que había conocido, una jaula dorada de frivolidad y obligaciones, ya no era suficiente. El mundo de afuera, salvaje y desconocido, la llamaba.
Pero el mundo no perdonaba los ensueños. Esa misma tarde, en el salón principal, su madre se hallaba radiante. Los ojos de su progenitora brillaban con una ambición transparente.
—Hija, esta es una oportunidad que no podemos desaprovechar. Lord Ashford ha pedido pasar la velada con nosotras.
Eleanor tuvo que morderse el labio para contener un suspiro. Sabía que la noticia era inevitable. Lord Henry Ashford, vizconde y heredero de una fortuna inmensa, había fijado su mirada en ella desde hacía meses. Su madre lo consideraba el partido perfecto: joven, influyente en la corte, y con la ambición de ascender aún más. Para ella, Eleanor no era una persona con sentimientos, sino una pieza en el tablero de la alta sociedad.
Eleanor observó a su madre mientras ésta hablaba con entusiasmo sobre las ventajas de un matrimonio bien concertado. Su madre no era cruel; al contrario, siempre había buscado protegerla. Pero en ese afán, Eleanor veía reflejado el peso de generaciones de mujeres resignadas, que habían sacrificado sus propios deseos en aras de alianzas y títulos. La amaba con ternura, y sin embargo, cada palabra suya le recordaba un destino que no estaba dispuesta a aceptar sin lucha.
Cuando lo vio entrar en el salón, comprendió por qué tantas damas se desvivían por él. Ashford era la imagen de la impecable nobleza: traje de terciopelo azul marino, botas relucientes, cabello rubio peinado con una perfección que parecía artificial. Pero sus ojos, de un gris pálido, la examinaron con una intensidad calculada. No la veían como a una mujer, sino como a una pieza de colección. No había pasión en su mirada, solo un frío cálculo.
Se inclinó con una reverencia medida.
—Lady Eleanor. Esta casa siempre me recibe con más esplendor que los palacios de Londres.
Ella respondió con una sonrisa cortés, pero sentía el peso de la falsedad.
—Milord, sois demasiado generoso con vuestras palabras.
Mientras conversaban, un profundo rechazo se instaló en el corazón de Eleanor. Había en Ashford una seguridad arrogante, una forma de hablar como si ya la considerara suya. Era un depredador vestido de seda, que veía la vida como una adquisición.
—Decidme, Lady Eleanor —dijo Lord Ashford, con esa sonrisa suya que nunca alcanzaba a los ojos—, ¿habéis escuchado los rumores que corren en Londres?
—¿Rumores, milord? —preguntó ella con aparente indiferencia.
—Sobre un mensajero enmascarado que llaman El Halcón. Algunos aseguran que merodea entre Francia e Inglaterra, llevando secretos más valiosos que el oro.—dijo él, mientras tomaba una copa de vino—.
Un latido repentino en el pecho de Eleanor la sobresaltó. Logró mantener el rostro sereno, aunque sus manos, ocultas bajo la falda, se tensaron hasta que los nudillos se pusieron blancos.
—Ya sabéis cómo gustan en la capital de inventar historias románticas sobre bandidos y espías —respondió con ligereza.
Ashford sonrió con una malicia que no alcanzó sus ojos.
—Sí, pero siempre hay un origen. Y confío en que pronto el gobierno logre atraparlo. Inglaterra no puede permitirse traidores disfrazados de héroes.—Hizo una pausa, y su dedo acarició fríamente el borde de su copa—. Ese individuo se ha interpuesto en asuntos que no le concernían. Tiene una deuda que saldar, y me aseguraré de cobrarla personalmente.
Las palabras de Ashford, cargadas de una amenaza personal que solo ella podía entender, la cortaron como un cuchillo. En ese instante, Eleanor recordó vívidamente los ojos oscuros del forastero en los establos, la calidez de su mano sobre la suya, la vibración de su voz prometiendo volver. ¿Traidor? ¿O un salvador que le ofrecía una vida más allá de las paredes doradas? La duda la consumía.
Ashford se inclinó hacia ella, reduciendo la distancia con una familiaridad que rozaba la insolencia. El olor a perfume de sándalo y ambición la mareó.
—Tal vez —murmuró él, inclinándose un poco más, sus ojos grises escudriñando cada expresión de su rostro, —. Pero tengo el presentimiento de que estas historias no os resultan del todo ajenas. Vuestra belleza merece un destino digno, mi lady. No un mundo de intrigas y secretos, sino un lugar seguro… a mi lado.
Un escalofrío de rechazo la recorrió. Aceptarlo sería cambiar una jaula por otra, más lujosa y con barrotes más fuertes. Pero antes de que pudiera responder, su madre sonrió, complacida, convencida de que ese era el futuro brillante que esperaba a su hija.
Esa noche, cuando por fin escapó a su habitación, Eleanor abrió el libro donde ocultaba la pluma. La acarició con la yema de los dedos y cerró los ojos.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir, escuchó a su madre comentar con entusiasmo que pronto viajarían a Londres, donde comenzaría la verdadera temporada. Eleanor asintió en silencio. En apariencia, no era más que el traslado habitual de una familia noble, pero en su interior la noticia la perturbaba: dejar Ashbourne Manor era también abandonar el único lugar donde había sentido un destello de libertad… y la sombra de un hombre cuyo recuerdo ya no podía apartar.
Ashford podía ofrecerle seguridad, poder, un lugar en la cima de la sociedad. Pero aquella pluma gris le hablaba de algo distinto: peligro, libertad, y un deseo tan ardiente que ya la consumía. Eleanor supo en lo más profundo de su ser que, aunque aún no lo hubiera vuelto a ver, el Halcón regresaría. Y cuando lo hiciera, su destino cambiaría para siempre.
Un destino que, pocos días después, comenzaría a tejerse no en la tranquilidad de Ashbourne, sino en el corazón humeante y rumoroso de Londres.