Los primeros días en Londres pasaron como un torbellino de seda, rumores y falsas sonrisas. La residencia de los Whitcombe en Grosvenor Square, una imponente estructura de piedra clara, se transformó de un lugar silencioso y polvoriento en un hervidero de actividad. Jarras de flores frescas, como lirios, rosas y claveles, aparecían cada mañana en los salones, llenando el aire con una fragancia dulzona que Eleanor encontraba opresiva. Criados con libreas impecables recorrían los pasillos con prisas contenidas, y el timbre de la entrada sonaba con una frecuencia exasperante, anunciando el ir y venir de visitas sociales que venían a dejar sus tarjetas y a cotillear.
Lady Whitcombe, en su elemento, resplandecía en su papel de anfitriona estratégica. Organizaba meriendas íntimas y pequeños encuentros musicales no por placer, sino co