Lady Eleanor, como tantas otras jóvenes de su rango, se encontró arrastrada a los interminables bailes, cenas y paseos por Hyde Park. Aquel mayo, el aire estaba cargado de rumores de guerra, pero los salones parecían empeñados en ignorar la sombra de Napoleón.
Eleanor no recordaba haber sentido jamás tanta expectación como aquella noche. La temporada londinense era, para otras damas, una promesa de galantería y flores; para ella, era un juicio. Cada mirada sería un escrutinio, cada sonrisa una sentencia sobre su futuro.
La casa de los Beaumont resplandecía como un palacio de cristal. Los candelabros derramaban su fulgor sobre mármoles pulidos y espejos que duplicaban la magnificencia del salón. Damas enjoyadas desplegaban abanicos bordados como si fueran alas de mariposa, y caballeros de uniforme —algunos ingleses, otros extranjeros, invitados diplomáticos— for