La tarde caía sobre Ashbourne con un resplandor anaranjado y melancólico que bañaba las paredes del salón principal, alargando las sombras de los muebles como dedos oscuros.
Eleanor estaba sentada junto a la ventana, fingiendo leer un libro de poesía que yacía abierto en su regazo. Ninguna de las palabras lograba traspasar la barrera de su ansiedad. Fue entonces cuando su madre entró con paso firme y decidido, cerrando la puerta tras de sí con un sonido definitivo. Lady Whitcombe llevaba consigo un aire de fría resolución que Eleanor reconoció de inmediato: el momento que tanto había temido había llegado.
—Hija —comenzó, sin preámbulos ni la habitual charla superficial—, este baile de evasivas debe terminar. No podemos seguir fingiendo igno