La vida en Ashbourne parecía haber cambiado de la noche a la mañana, como si un velo gris se hubiera posado sobre los colores vivos de la campiña. Donde antes reinaba la calma monótona pero reconfortante del campo, ahora todo —los horarios, las conversaciones, el mismísimo aire que se respiraba— giraba en torno a la omnipresente figura de Lord Ashford. Su llegada había traído consigo una sucesión agotadora de cenas formales donde los cubiertos de plata sonaban con un tintineo estridente, de paseos forzados por los senderos más transitados, y de atenciones meticulosamente planificadas que Eleanor no podía rechazar sin desatar un torbellino de miradas reprobatorias y preguntas incómodas.
Una mañana, cuando el sol bañaba los rosales en su máximo esplendor, tiñendo el aire de una f