Lord Ashford esperaba en la penumbra de su gabinete privado, una habitación sobria y masculina en la planta baja de la posada *La Corona del Ciervo*, donde se alojaba durante sus cada vez más frecuentes estancias en la campiña.
La única lámpara de aceite, colocada sobre la pesada mesa de roble, proyectaba un resplandor amarillento y danzante que alargaba las sombras hasta los rincones. Sobre la mesa, junto a un mapa desplegado de los condados aledaños, reposaba una copa de brandy de cristal tallado, intacta, su contenido ámbar brillando de forma irónica. Sus dedos, largos y pálidos, tamborileaban con una impaciencia contenida sobre la madera pulida, un ritmo sordo que marcaba el paso de su frustración creciente.
La puerta se abrió sin previo aviso, con un chirrido leve. El esp&ia