La noche envolvía la iglesia en ruinas de St. Mildred’s, perdida entre robledales húmedos y cubiertos de musgo. Eleanor avanzaba con la capucha baja, el corazón desbocado y una vela pequeña escondida bajo el manto. Clara, fiel a su promesa, la había acompañado hasta el sendero del bosque, pero más allá Eleanor debía caminar sola.
El aire olía a humedad y a piedra vieja. Cada crujido de las ramas bajo sus pies parecía un disparo en la noche.
Cuando cruzó el arco derruido, sintió el peso de unas sombras en movimiento. No estaba sola.
Un hombre se apartó de una columna caída. Su rostro estaba marcado por una cicatriz que atravesaba la mejilla hasta el labio. Los ojos, grises y sin alma, la escrutaban como un c