La mansión dormía bajo un silencio tenso y vigilante, como un animal agazapado conteniendo la respiración. Solo el tic-tac metódico de un reloj de péndulo en un salón lejano y el crujir ocasional de la madera vieja, como si la propia casa susurrara sus secretos, acompañaban a Eleanor en la intimidad de su alcoba.
Clara, con movimientos eficientes pero ensombrecidos por la preocupación, desabrochaba uno a uno los intrincados corchetes del vestido de su señora. Sus dedos, habituados a esta tarea, eran rápidos y discretos, pero aquella noche temblaban apenas, con un estremecimiento apenas perceptible que delataba el peso abrumador de todo lo que callaba.
Eleanor, todavía con el pulso acelerado y la piel erizada tras la audacia y el peligro de lo ocurrido en St. Mildred