El verano comenzaba a insinuar su aliento cálido y pesado en Londres. Los jardines de Grosvenor Square, antes un tapiz de colores vibrantes, se llenaban ahora de las últimas lilas en flor, cuyo aroma dulzón se mezclaba con el polvo de la ciudad. Los paseantes ociosos, cuya lentitud delataba un cierto agotamiento general, también se sumaban al paisaje.
Pero bajo esa apariencia de calma doméstica y rutina, flotaba un cansancio invisible, una tensión acumulada de meses de frivolidad y vigilancia mutua. La temporada social llegaba a su ocaso, y con él, los susurros que recorrían los salones adquirían un tono distinto, más maduro y venenoso: había menos entusiasmo ingenuo por la danza y una atención mucho más afilada, casi clínica, hacia los rumores que podían hacer o deshacer reputaciones.