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El Halcón y la Dama
El Halcón y la Dama
Por: Sole Nieto
La Dama y el Forastero

Eleanor Whitcombe había heredado la gracia serena de su madre y la mirada inquisitiva de su padre. Su cabello, de un tono castaño claro que el sol transformaba en reflejos dorados, caía en ondas disciplinadas por las manos expertas de las doncellas. Sus ojos, grandes y de un azul profundo, eran quizá su rasgo más notable: en ellos se adivinaba siempre una pregunta, un anhelo de algo más allá de los muros de su casa solariega.

Alta y esbelta, se movía con la elegancia natural que se esperaba de una dama de su posición, aunque en ocasiones, cuando creía no ser observada, sus gestos revelaban una energía contenida, una vivacidad que desentonaba con el tedio de los salones. Su belleza no era deslumbrante como la de otras debutantes que competían por llamar la atención en los bailes, pero poseía un magnetismo distinto: una mezcla de frescura y dignidad, de dulzura y carácter, que hacía que quien se detuviera a mirarla con atención no pudiera olvidarla.

Aquella noche, sin embargo, ni los espejos ni los cumplidos de las otras jóvenes lograban arrancarle un verdadero interés. 

El salón estaba colmado de música, risas y perfumes dulzones; damas enjoyadas revoloteaban en busca de conversación, y caballeros altivos lucían sus uniformes rojos con orgullo. Eleanor cumplía cada saludo, cada inclinación, cada sonrisa, como si actuara en una obra que no había elegido.

El calor de los candelabros se mezclaba con el de los cuerpos en el baile. Los violines marcaban un compás alegre, pero Lady Eleanor Whitcombe sentía que cada nota era una cadena. El salón de baile de Ashbourne Manor, con sus paredes doradas y espejos resplandecientes, no era sino una jaula adornada.

Sonrió al joven vizconde que intentaba llevarla en el vals. El joven vizconde, con sus manos sudorosas y pasos torpes, desviaba la mirada hacia las joyas de otras damas en lugar de a su rostro. Eleanor, con la paciencia que la sociedad exigía de una hija de barón, aguantó unos compases más. Pero cuando el violín se detuvo, inclinó la cabeza con elegancia.

—Disculpe, milord, necesito aire.

No esperó a que la retuviera. Caminó con porte impecable entre abanicos y murmullos, atravesó la galería de columnas y, al fin, salió al jardín. La noche era un bálsamo: el murmullo del viento entre los setos, el frescor de la hierba húmeda, el silencio cómplice que la apartaba de la monotonía del salón.

Un sonido metálico, breve, le hizo girar la cabeza. Venía de los establos.

Su instinto de prudencia le decía que regresara, pero algo en su interior —esa chispa rebelde que había ocultado toda su vida— la empujó hacia allí. Levantó un poco el dobladillo de su vestido marfil y caminó, el corazón acelerado por la osadía.

La puerta del establo estaba entreabierta. La luz de la luna se colaba por los huecos, delineando la silueta de un hombre.

Alto, de hombros anchos, vestía de negro, con un abrigo largo que parecía fundirse con la sombra. El movimiento de sus brazos era rápido, seguro, mientras ajustaba las cinchas de un caballo de guerra. Había en él algo peligroso y magnético a la vez, una energía contenida que hacía temblar el aire.

Eleanor apenas tuvo tiempo de apartar un mechón rebelde de su frente cuando su voz sonó firme:

—¿Quién está ahí?

Él se volvió. Y el mundo se detuvo.

Su rostro era de una belleza áspera: mandíbula marcada, pómulos altos, cabello oscuro desordenado por la humedad de la noche. Sus ojos, sin embargo, fueron los que la desarmaron: negros, intensos, con un brillo indescifrable, como si guardaran secretos que podían cambiar el rumbo del mundo.

En dos zancadas, estaba frente a ella. Su proximidad la envolvió como un torbellino. El aroma de cuero, humo y mar se mezcló con el de su perfume de jazmín.

—Perdóneme, mi lady —murmuró, su acento francés acariciando cada palabra—. No puedo permitir que grite.

Su mano, enguantada en cuero, se posó sobre la de ella, firme, dominante, pero sin violencia. Eleanor debería haber sentido terror. En cambio, una corriente de calor le recorrió el cuerpo desde la muñeca hasta el pecho.

Lo sostuvo con la mirada, el aliento agitado.

—Usted… no es un ladrón —dijo en un susurro que tembló más por deseo que por miedo.

Una sonrisa ladeada, peligrosa y seductora, se dibujó en su boca.

—No. Pero quizás sería más seguro que me creyera uno.

Su voz grave vibró en el silencio del establo. Por un instante, Eleanor tuvo la sensación de que él se inclinaría y sus labios rozarían los suyos. La tensión era insoportable, como si el universo contuviera el aliento.

Pero en lugar de besarla, se apartó lo justo para montar de un salto sobre el caballo. El animal resopló impaciente.

Antes de marcharse, la miró de nuevo, fijando en ella esa mirada ardiente que la atravesaba como una llama.

—Guarde mi secreto, milady. Y yo estaré en deuda con usted… más de lo que imagina.

Con un gesto de espuelas, desapareció en la oscuridad. El eco de los cascos se perdió en la lejanía, dejando a Eleanor sola, temblando, con el corazón latiendo desbocado.

Bajó la vista. A sus pies brillaba una pequeña pluma gris, caída de su abrigo. Una pluma de halcón.

La recogió con dedos temblorosos y, al sentir su suavidad entre las manos, supo que esa noche no volvería a ser la misma. La jaula dorada en la que había vivido se había abierto, y había entrado en ella el aire salvaje de la libertad… y del peligro.

Eleanor permaneció unos instantes en el silencio de los establos, con el corazón golpeando en su pecho como si hubiese corrido una milla y la pluma de halcón aún caliente entre sus dedos. El eco de la voz de aquel desconocido, la intensidad de su mirada, aún la envolvían como un velo. Finalmente, alisó su vestido con manos temblorosas y se obligó a volver hacia la casa.

La música aún sonaba, alegre y ligera, pero a sus oídos le resultaba hueca. Las risas, las conversaciones, todo le pareció de pronto lejano, irrelevante. Caminó entre la multitud con una sonrisa perfecta, aunque en su interior un torbellino nuevo comenzaba a crecer.

Entonces lo vio: Lord Ashford, alto, impecablemente vestido de terciopelo azul marino, inclinado en un gesto de cortesía que parecía estudiado al detalle. Su sonrisa era la de un caballero que sabía su lugar en el mundo; su mirada, en cambio, brillaba con un cálculo que nadie más parecía notar.

—Lady Eleanor —dijo, ofreciéndole la mano enguantada—. He esperado toda la velada para tener el honor de esta conversación.

Eleanor respondió con la cortesía esperada, inclinando apenas la cabeza. Pero algo en su interior se crispó: aquella atención, tan distinta de la que acababa de experimentar en los establos, se sentía como una red, como una mirada que no admiraba, sino que poseía.

Con una excusa ligera, se apartó. Sintió en la nuca la persistencia de aquella mirada, y un escalofrío recorrió su espalda. Por primera vez, comprendió con claridad punzante la diferencia entre ser observada con admiración y ser acechada con ambición.

Esa noche, bajo la luz de los candelabros, Eleanor se movió como siempre entre bailes y sonrisas. Pero en su corazón, dos presencias habían quedado grabadas: la de un desconocido en los establos, que la había hecho sentir viva… y la de un caballero respetable, cuya sombra oscura apenas comenzaba a revelarse.

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