El verano aún no había alcanzado su plenitud en Ashbourne, pero los campos ya reverdecían bajo un sol tibio que prometía días largos y dorados. Eleanor paseaba con Clara por los serpenteantes senderos de los jardines, fingiendo interés en los primeros capullos de las rosas mientras su mente calculaba distancias y riesgos entre los setos de boj.
Fue entonces cuando el sonido nítido y amenazante de cascos de caballos y el crujir de ruedas sobre la gravilla la hizo detenerse en seco. Un carruaje cerrado, de un negro lustroso y líneas severas, avanzaba con determinación por la avenida principal, flanqueado por dos jinetes cuyas libreas destacaban como manchas de color contra el verde del paisaje.
Su corazón dio un vuelco violento, encogiéndose en su pecho. Reconocía aquel blas