Dos noches después, cuando la luna era solo una sonrisa pálida tras los cirros, Eleanor se deslizó como un fantasma por el sendero oculto que serpenteaba hacia las ruinas de la iglesia.
Clara había vigilado desde la ventana hasta que el último criado se retiró y todo el pasillo quedó sumido en sombras profundas; luego, con un leve apretón de manos que transmitía más confianza que mil palabras, le había dado permiso para marcharse. El aire nocturno, cargado de humedad y del aroma embriagador del jazmín silvestre, parecía susurrar secretos al rozar su piel.
Gabriel la esperaba entre las piedras ancestrales cubiertas de musgo, una silueta oscura y tangible recortada contra el arco del altar derruido. Al verla emerger de entre las sombras, avanzó sin vacilar y to