Un manto oscuro de nubes se cernía sobre Ashbourne, y los truenos rugían en la distancia como heraldos de algo inevitable. Eleanor no lograba conciliar el sueño. La vela en su mesilla proyectaba sombras inquietas sobre las paredes de su alcoba, y cada ráfaga de viento parecía un grito.
Por un instante, creyó oír pasos apagados en el corredor: quizá un guardia en ronda. Contuvo la respiración, hasta que la tormenta engulló todo sonido. El silencio se rompió de nuevo con un trueno que sacudió los muros.
Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y apartó las cortinas. La tormenta estaba desatada: la lluvia azotaba los cristales, y el viento doblaba los árboles con una violencia salvaje. Y entonces, en medio de aquel caos, lo vio.
Una silueta oscura se erguía en el jardín, empapada por el aguacero. Un destello de relámpago reveló su rostro: era él. El Halcón.
Con un gesto temerario que le hizo temblar las manos, Eleanor abrió la ventana. El viento se coló en la habitación con furia, apagando la vela.
—¡Estáis loco! —exclamó en un susurro que la tormenta se llevó—. ¡Os descubrirán!Él se impulsó y, con la agilidad de un hombre acostumbrado a la huida y al peligro, trepó por el muro de piedra hasta la cornisa y entró en la habitación. Su abrigo negro chorreaba agua, su cabello estaba pegado a la frente, y aun así irradiaba una fuerza salvaje que la dejó sin aliento. El aire, ahora lleno del olor a tierra mojada, humo y cuero, se volvió pesado, eléctrico.
Se quedaron mirándose, a un paso de distancia. El silencio en la habitación, roto solo por el golpeteo de la lluvia contra los vidrios, era más tenso que cualquier sonido.
—No debería estar aquí —dijo él, con la voz grave, el acento francés acariciando cada sílaba—. Pero os juro que la idea de no volver a veros me resultaba más insoportable que la horca.
Su mirada recorrió la habitación con rapidez, como un animal evaluando su territorio. —Los setos del jardín oriental están altos y la hiedra en el muro norte ofrece buenos agarres. Vuestro padre es un gran hombre, pero su jefe de guardias confía demasiado en la tormenta para hacer sus rondas.Eleanor sintió que la sangre le ardía. Recordó la rosa escondida en su libro, la pluma en su cofre. Hasta entonces, todo había sido un juego de símbolos. Pero ahora no había metáforas: él mismo estaba allí, tangible, arriesgándolo todo por estar con ella.
Dio un paso hacia él, tan cerca que sintió el calor de su cuerpo a través de la tela empapada de su abrigo.
—¿Por qué a mí? —preguntó, apenas un murmullo—. Entre todas las damas de Inglaterra… ¿por qué me habéis elegido?Él alzó la mano y, con el dorso de sus dedos enguantados, rozó su mejilla. El contacto, tan leve, la hizo estremecerse más que cualquier abrazo.
—Porque vuestros ojos no tienen miedo. Y porque cuando os miré aquella noche en los establos, supe que vuestra vida estaba hecha de cadenas… y que yo quería veros volar. En este mundo de mentiras y lealtades compradas, encontrar a alguien que no ha aprendido a mentirse a sí misma es… inusual. Es un riesgo acercarme a vos, lo sé. Pero es un riesgo que valoro más que mi propia seguridad.Un trueno sacudió los muros. Eleanor, con el corazón desbocado, no pudo resistir más. Se lanzó hacia él, y sus labios se encontraron en un beso ardiente y desatado. Él la rodeó con sus brazos fuertes, atrayéndola contra su pecho mojado. Ella se aferró a su cuello, sintiendo el frío de la lluvia en su piel y el calor de su aliento. El sabor de la tormenta y del peligro se mezclaba con la dulzura de su boca. Era un beso que no conocía de límites ni de prudencia.
Cuando por fin se separaron, sus respiraciones estaban entrecortadas, y sus frentes seguían unidas.
—Sois mi perdición —murmuró Eleanor, con voz temblorosa.Él sonrió, con esa media sonrisa peligrosa que la enloquecía.
—O quizás, milady, yo sea vuestra salvación.Entonces, como si la naturaleza misma se rindiera a su secreto, la tormenta amainó un instante, la lluvia golpeando con menos furia los cristales. Pero dentro de aquella alcoba, Eleanor supo que su destino había cambiado para siempre. La jaula se había abierto de par en par.