El amanecer llegó gris y húmedo a Ashbourne, como si la tormenta de la noche anterior hubiera dejado aún su peso sobre los campos. Eleanor despertó con el corazón acelerado, con los labios ardiendo todavía del recuerdo del beso. Durante unos segundos no supo si había sido un sueño, pero la humedad en el alféizar y la rosa marchita bajo su almohada le confirmaron que había ocurrido de verdad.
Se incorporó en la cama, con un escalofrío. Nunca se había sentido tan viva. Era una vitalidad que nacía de las cenizas de todas las reglas rotas. Recordó la ferocidad del beso, la lluvia azotando los cristales, la solidez de su cuerpo contra el suyo. No era el amor cursi de las novelas; era algo primal y verdadero que le hacía sentir que por fin, por primera vez, ocupaba su propio cuerpo por completo. No era solo que Gabriel hubiera irrumpido en su mundo, sino que la había empujado a desear algo prohibido, a reclamar una parte de sí misma que siempre había permanecido en silencio.
Más tarde, al d