La Pluma y la Rosa

Ashbourne Manor la recibió con su aire solemne y húmedo, envuelto en la neblina de la campiña. Después del bullicio de Londres, los días parecían más largos, los silencios más hondos. Eleanor agradecía esa calma aparente, aunque la presión de su madre y las atenciones insistentes de Ashford seguían persiguiéndola como una sombra.

Aquella mañana, gris y fresca, salió sola al jardín con un libro en las manos. El rocío perlaba aún los rosales, y un viento suave agitaba las ramas. Caminó hasta su rincón secreto, un banco de piedra junto al estanque donde solía refugiarse desde niña. El lugar estaba como lo recordaba: el musgo trepando por la piedra, el sonido del agua golpeando suavemente las rocas. Era su santuario, el único rincón del mundo que sentía enteramente suyo. Se sentó con el libro sobre las rodillas, buscando consuelo en la poesía.

Al abrirlo, su respiración se detuvo.

Entre las páginas, cuidadosamente prensada, había una rosa carmesí, intacta, como si alguien la hubiera dejado allí apenas unas horas antes.

El corazón le dio un vuelco. Ese libro siempre lo guardaba en su aposento, y ese banco era su escondite más preciado. Nadie más conocía ese lugar. Con dedos temblorosos, acarició la flor, acercándola a su rostro. Su fragancia suave, dulzona, la envolvió, evocándole la hierba mojada y el aire de la noche.

Él sabe dónde encontrarme.

El pensamiento la estremeció. La pluma gris que aún guardaba en su cofre ya no era un accidente. Era la primera señal de un juego secreto. Y ahora, la rosa era una declaración. Pero en lugar de pavor, una oleada de emoción prohibida la recorrió. Era una intrusión, sí, pero también una intimidad compartida. Él no solo había entrado en los terrenos de la mansión; había entrado en el espacio más privado de su mundo. La rosa no era una violación, era un susurro. Y ese susurro decía: "Te veo. Y estoy aquí".

Una mezcla de temor y deseo la invadió. ¿Cómo podía aquel hombre deslizarse en su mundo con tal sigilo, como un fantasma entre muros y sombras? La facilidad con la que burlaba la seguridad de la mansión debería aterrarla. Y lo hacía. Pero ese terror venía mezclado con una emoción aún más poderosa: la admiración. La rosa no le ofrecía seguridad ni un título, sino algo distinto: una promesa. Una pluma de halcón y una rosa roja: libertad y pasión.

Pero la prueba definitiva de que su presencia era real, y no un sueño, llegó esa noche. Al regresar a su habitación, en el alféizar de la ventana, oculto entre las cortinas, había dejado algo más: una pluma pequeña, suave, de codorniz. Imposible de pasar por alto.

Un escalofrío le recorrió la nuca. Aquello no era casualidad. Él la vigilaba, sí, pero no con frialdad: con un lenguaje secreto, invitándola a compartir su mundo.

Eleanor la sostuvo en la mano y sonrió, con un rubor que no pudo contener.

—Estás jugando conmigo, Halcón —susurró al aire—. ¿Pero qué clase de juego es este?

Se acercó al espejo. Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer con las mejillas encendidas, los labios entreabiertos por una sonrisa involuntaria y los ojos brillando con una luz que jamás habían reflejado los candelabros de un salón. Se tocó la mejilla, esperando casi sentir el calor de la mano de Gabriel a través del vidrio. ¿Quién era esa mujer de ojos desafiantes? No era la hija de Lord Whitcombe, ni la futura esposa de Ashford. Era la cómplice del Halcón. Una punzada de miedo, agudo y claro, le advirtió del precipicio al que se asomaba. Pero era un miedo vibrante, electrizante, tan diferente del adormecedor tedio que había sido su vida. Prefería este vértigo a aquella paz muerta. Ya no era solo la dama obediente que todos esperaban. Era otra mujer: expectante, palpitante, atrapada en un secreto que la hacía sentirse viva por primera vez.

Aquella noche durmió con la rosa bajo la almohada y la pluma sobre la mesilla, como amuletos que la unían a él. Y al cerrar los ojos, soñó con la fuerza de sus brazos, el calor de su voz, y la posibilidad de un destino que ya empezaba a apartarla de todo lo conocido.

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