Desde el piso cincuenta de un rascacielos que arañaba el cielo de Manhattan, el mundo se extendía bajo los pies de Tariq Al-Farsi como un tablero de ajedrez personal. El aire en el penthouse olía a victoria y a la tinta aún húmeda de un contrato multimillonario recién firmado.
Un pitido en el teléfono cortó la calma, tan incisivo como una daga. Era su padre, Hassan Al-Farsi. El mensaje conciso y con aires de sentencia:
— Tariq, tenemos que hablar — Hassan dijo como saludo.
— ¿Papá? Me alegra escucharte, ¿Leíste mi informe? En él te explico todos los detalles del contrato y…
— ¡Silencio! No te estoy llamando por eso, Tariq, deja de interrumpirme — Hassan Al-Farsi dijo cortante.
El joven empresario se quedó de piedra al escuchar a su padre, esperaba ablandarlo con los resultados de la negociación, pero al parecer, eso no había hecho efecto.
— No puedes seguir eludiendo tus responsabilidades, le debes respeto y obediencia a esta familia. Tu matrimonio en Dubái es inminente, ya no puedes posponerlo más. Te di el lapso que me pediste para solucionar tu estatus en EE. UU. y no pudiste resolverlo, tu tiempo ha terminado.
— Pero padre, creo que me he ganado el derecho a elegir, además, estoy muy cerca de arreglar mi situación migratoria, es solo cuestión de tiempo.
— Regresa a casa ¡te lo ordeno! ya hiciste lo que debías hacer por la empresa, ahora debes cumplir con el legado familiar.
— Padre, si pudiéramos discutirlo… — Tariq hizo un último intento.
— ¡Te he dicho que regreses! o atente a las consecuencias. El legado no espera.
Piiiiiiiiiiiii… La llamada había finalizado. Tariq apretó la mandíbula.
La amenaza de su deportación era real, una jugada sucia de sus rivales políticos y corporativos que había subestimado y le respiraba sobre la nuca desde hacía días, pero ahora la presión familiar era tan asfixiante como la arena del desierto y se le sumaba a la lista de cosas por hacer.
— ¡Necesito una solución!, ¡y la necesito ya!
Lanzó el móvil contra la pared volviéndolo pedazos ante la mirada atónita de su mejor amigo, Omar, mientras soltaba una maldición en su lengua natal.
— ¿Y ahora qué? — El otro le preguntó — ¿Volverás a casa y dejarás todo aquí por lo que has trabajado?
Tariq no respondió, cerró los puños y dejó escapar un bufido.
A kilómetros de allí, en un diminuto apartamento de Brooklyn, Eleanor Vance leía la carta de embargo sobre la mesa desvencijada. Las palabras danzaban ante sus ojos como demonios personales:
Desahucio.
Deudas impagadas.
Orden judicial.
Su vida, que alguna vez había prometido el brillo de los salones más exclusivos de la alta sociedad neoyorquina, ahora era un vertedero de facturas impagadas y promesas vacías.
Todas de Dylan. Su ex prometido. El "amor de su vida". Se había fugado con otra mujer y con todos sus ahorros, dejándola con un rastro de cheques sin fondo, deudas asfixiantes y su apellido que, aunque noble, ahora estaba manchado de vergüenza.
Eleanor había sido la víctima perfecta. Ingenua. Enamorada. Y ahora, completamente en bancarrota.
— ¡Nunca más!
Juró, prometiéndose a sí misma que no volvería a ser una víctima.
Sus ojos azules, antes llenos de ilusión, ahora brillaban con una dureza que ella misma no reconocía. Nunca más confiaría en un hombre. Nunca más creería en una promesa. Eleanor, había aprendido la lección de la manera más brutal y despiadada.
El teléfono sonó sacándola de su estupor, sonando como un disparo en medio del silencio. Era Samantha Reed, su mejor amiga y también su abogada, con una voz que presagiaba tanto un rayo de esperanza como una complicación monumental.
— Eleanor, ¿estás ahí? ¡Por Dios, responde! —. La voz de Samantha fue urgente.
Eleanor arrastró el teléfono hasta su oído.
— Aquí estoy, Sam. Viviendo el sueño americano de la miseria.
— ¡Déjate de bromas negras, Eleanor! Tengo algo para ti. Es descabellado… sí. Absolutamente demente. Pero podría ser tu única salida. ¿Me escuchas?
— Ujum… te escucho.
— Tu hermano Isaac me ha puesto al tanto de tu situación con las deudas que te dejó Dylan.
— ¿Dijiste salida? ¿Acaso hay alguna salida que no implique vender mis ór*ga*nos en el mercado negro? —Eleanor se rio con amargura.
— ¡Si la hay! Es mejor que eso, y menos doloroso. ¡Te he conseguido un matrimonio por contrato! Bueno, más bien por dinero, en tu caso. ¿A qué ha sido una idea genial? —La propuesta flotó en el aire, fría y calculada.
Eleanor se atragantó con la palabra "matrimonio". Le sabía a ceniza en la boca y en su mente se formó la imagen de Dylan parado en el altar. La boda que nunca fue y su último fracaso personal.
— ¿Matrimonio? ¿Estás loca, Samantha? ¡La última vez que pensé en casarme, casi me cuesta la vida! ¡Y perdí mi dignidad en el intento!
— Escúchame. Esto es distinto. No hay amor. No hay promesas rotas. Es solo un acuerdo. El hombre es un caballero muy rico y muy desesperado, que necesita regularizar su estatus migratorio en tiempo récord. —La voz de Samantha era pura y fría lógica.
— Lo conoces. Tariq Al-Farsi.
El nombre resonó en la mente de Eleanor como un eco distante de las revistas de sociedad. Era un magnate árabe. Frío como el hielo. Con una reputación impecable. Casi intocable.
— Tariq Al-Farsi… ¿y por qué yo, Sam? Soy la mujer más endeudada de Nueva York. Además, ¿qué esa gente no se casa con mujeres de su mismo país?
— ¡Por tu apellido, Eleanor Vance! Que todavía tiene peso en ciertos círculos, gracias a tu padre. Y porque tienes la apariencia adecuada. ¡Eres linda! Además, es una formalidad, un negocio puro y duro. Él te paga, tú le das la nacionalidad. Ganar-ganar. Nos reunimos en la Met Gala esta noche. Es tu única oportunidad de no perderlo todo.
Cuando Eleanor colgó, su mente era un torbellino. ¿Un matrimonio de mentira? Su vida era una burla cruel.
Horas después, en el fulgor de la Met Gala, el evento más esperado del año, la élite de Nueva York brillaba en el inmenso salón de baile del Metropolitan Museum of Art.
La mirada impaciente de Tariq escaneó el torbellino de lujo y ambición, buscando la solución a su dilema migratorio y a la amenaza de Hassan.
Samantha Reed le había prometido la candidata ideal, y Tariq no toleraba retrasos. Fue entonces cuando la vio.
Eleanor Vance, entraba al salón del brazo de Samantha, luciendo un vestido azul medianoche, que carecía del brillo ostentoso y de las lentejuelas que deslumbraban a su alrededor.
Una corriente eléctrica, y una sacudida helada y familiar, recorrieron la espalda de Tariq al verla. Era extraño, pero muy real, como si una premonición de pronto se presentara ante él.
El hombre sacudió la cabeza para poner en orden sus pensamientos.
Su mente, calculadora por excelencia, luchaba por encontrar una explicación racional a la punzada de reconocimiento que lo golpeaba con la fuerza de una ola.
Sus ojos verdes, normalmente imperturbables, se clavaron en Eleanor con una intensidad que casi lo quema.
Samantha guio a Eleanor entre la multitud, con un murmullo de chismes y reconocimiento acompañándolas.
— ¿Es ella? — Alguien murmuró a su lado cuando la vio pasar.
— Sí, es ella. Me dijeron que el novio la dejó plantada. Los rumores dicen que se fugó con otra mujer y que se llevó su dinero, la pobre esta arruinada…
— ¡Oh, por Dios!... —así fueron y vinieron los comentarios.
— Mira, ahí está — Samantha le susurró sin darle importancia a los cuchicheos —Tariq Al-Farsi. El del fondo, con el traje negro. Parece que ya te vio.
Eleanor, sintiendo una mirada fija, casi tangible en su nuca, levantó la vista lentamente. Sus ojos azules, se encontraron con los penetrantes ojos de jade de Tariq, al otro lado del opulento salón.
Una chispa, como una corriente eléctrica, cruzó entre ellos, tan inesperada como perturbadora.
Él era la encarnación perfecta de la elegancia y el poder. Un depredador en un traje de miles de dólares, exótico y peligroso.
Y sus ojos la atraían y la repelían a la vez, y una parte de ella, herida y escéptica, gritaba peligro.
Samantha, percibiendo la tensión, apretó el brazo de Eleanor.
— Eleanor, por favor, compórtate. Es tu única oportunidad. Sonríe, aunque te duela el alma.
Pero Eleanor no podía sonreír. Sus labios apenas se movían. Su mirada seguía atrapada en la de Tariq.
«¿Quién es este hombre y por qué su mirada me perturba tanto? Es como si él fuera la clave de todos mis déjà vus. ¿Por qué no logro recordar?» pensó.