El sol de la mañana, ahora más imponente, iluminaba los callejones polvorientos de Londres, revelando un mundo que apenas comenzaba a despertar. Sin embargo, para Elena y Ramiro, la luz traía consigo una urgencia implacable. La barcaza, el posible cuerpo en el agua, las lanchas rápidas de los Russo; todo apuntaba a que los astilleros serían el epicentro de un enfrentamiento decisivo.
Ramiro, con su mochila militar colgada al hombro, avanzaba con paso firme, sus ojos escudriñando cada sombra, cada esquina. Elena, a su lado, intentaba mantener el ritmo, su mente de abogada procesando la información, buscando la lógica en el caos.
—La entrada del túnel está cerca de los viejos almacenes de pescado —dijo Ramiro, su voz áspera, rompiendo el silencio—. Allí, nadie nos verá. Es un lugar olvidado.
Mientras se acercaban al puerto, el olor a salitre se hizo más fuerte, mezclándose con el rancio aroma del pescado y el metal oxidado. El zumbido de las sirenas de la policía, aunque lejano, seguía