El reloj de bolsillo de plata, la brújula de latón y el mapa amarillento descansaban ahora, secretos y pesados, en los bolsillos interiores de Lucas. La pequeña cabaña de Ramiro, iluminada por los primeros rayos de sol, se sentía cargada de una tensión silenciosa. Lucas se había vestido, listo para partir, su hombro vendado un recordatorio constante del peligro que lo esperaba. Elena lo observaba, la preocupación grabada en su rostro, suplicándole con la mirada que no se fuera solo.
—Es hora —dijo Lucas, su voz baja y resuelta, mientras se acercaba a la puerta.
Ramiro, que había estado observando a Lucas con una intensidad peculiar, dio un paso adelante, interponiéndose en su camino. Sus ojos viejos y sabios, que habían visto demasiado, se posaron en Lucas.
—Espera, muchacho —dijo Ramiro, su voz áspera, pero con un tono de urgencia que detuvo a Lucas en seco—. Una última cosa.
Lucas lo miró, una ceja levantada.
—¿Ahora qué, Viejo?
Ramiro lo miró directamente a los ojos, su expresión s