El aire en el pequeño refugio de Ramiro era denso, cargado con el olor a pasión y a la cruda intimidad que se había desatado entre Elena y Lucas. Las sábanas del catre estaban revueltas, testimonios silenciosos de un anhelo largamente reprimido y ahora liberado con una fuerza voraz. La luz tenue que se filtraba por las rendijas de la ventana apenas iluminaba sus cuerpos entrelazados, la piel brillante con el sudor.
El beso, que había comenzado con una ternura desesperada, se había profundizado en un torbellino de bocas hambrientas. Lucas, con un gemido grave, la había atraído más hacia sí, sintiendo cada curva de su cuerpo contra el suyo. Elena, con un suspiro ahogado, se había aferrado a su cuello, sus dedos tensos en la nuca de Lucas, tirando de él con una necesidad casi salvaje.
—Mierda, Elena —murmuró Lucas contra su boca, su voz ronca de deseo. Su lengua se adentró en la de ella, explorando con una familiaridad que trascendía los años de separación.
Elena respondió con la misma i