La figura imponente de Francesco Russo desapareció tras la puerta de la oficina, dejando a Elena con el corazón en un puño. El silencio que había reinado en el almacén se había roto, pero la tensión era palpable, un presagio de algo más grande. Los hombres del almacén, aunque reanudaron sus tareas, se movían con una prisa nerviosa, sus susurros llenando el aire. El olor a salitre y a pescado se mezclaba con el hedor acre del miedo.
Elena sabía que no podía acercarse a la oficina principal. Con Francesco y Leonel adentro, era una trampa. Necesitaba otra vía. Sus ojos escudriñaron el vasto espacio, buscando una solución. La luz que se filtraba por las rejillas del techo apenas iluminaba los rincones, creando un laberinto de sombras.
Vio una pila de cajas inmensas, casi tan altas como el techo, apiladas precariame