Darío no dudó ni un segundo. Una vez que la rejilla de hierro colado del túnel hubo caído con un sordo estrépito tras ellos, el mundo exterior, el Vaticano y la guerra con Greco, se convirtieron en un recuerdo lejano, sustituido por el presente inmediato, la oscuridad y el hedor a humedad.
El aire era pesado, cargado con el olor a tierra mojada, musgo y el rancio aroma de siglos de agua estancada.
— Vamos — la voz de Darío era un susurro gutural, amplificado ligeramente por las paredes abovedadas del antiguo acueducto — Sígueme de cerca, Elena, Luciana, tú nos cubres la retaguardia.
Elena estaba agotada.
La herida en su brazo y el terror de los últimos días habían mermado su resistencia, pero la presencia de su hermano era una infusión de fuerza.
Ella se movía con cautela, sus pies chapoteaban en la capa de agua fría que cubría el suelo de piedra, el túnel era estrecho, apenas lo suficientemente alto para que Darío caminara ligeramente inclinado.
Y la luz de la pequeña linterna que Lu