El apartamento del Vaticano, que había servido como celda y refugio, se transformó en un camerino de alta costura, las bolsas de viaje que el Cardenal Giubilei había dejado contenían el vestuario de la farsa, las “pieles” de Alessandro Lombardi y Chiara Da Costa, los falsos mecenas de arte que Dario y Luciana iban a interpretar.
Luciana se movía con una nerviosa eficiencia, el vestido de seda negra y pesada que caía como agua líquida sobre su cuerpo, con un escote asimétrico que insinuaba, sin revelar, y una abertura lateral que se abría en cada paso resaltaba lo mejor de sus curvas, era el disfraz perfecto para la élite que venía a mirar y a ser mirada.
Mientras se abrochaba un collar de brillantes falsos, vio su reflejo en el cristal.
No era Luciana Mancini, ni… Ferraro, la mujer marcada por la farsa del desino, ahora era Chiara Da Costa, una mujer cuyo único problema era elegir entre un Van Gogh o un Modigliani, ajena a cualquiera de las realidades sofocantes de su vida real.
La má