Una noche serena se posaba sobre Luminaria como un suspiro de calma después de la tormenta. El faro brillaba con su luz familiar, un pulso constante que acariciaba el mar en calma y susurraba secretos a las olas que rompían suavemente contra las piedras costeras. La brisa nocturna, impregnada del aroma tenue y dulce de las flores lunares, atravesaba el aposento de Amara, moviendo con delicadeza los velos translúcidos que colgaban del techo.
Lykos permanecía a su lado, siempre atento, sus ojos rojos como carbones encendidos reflejaban la tensión y la esperanza contenidas en ese instante. Sabía, sin que ella tuviera que decir palabra, que la hora había llegado.
—Es hora —susurró con reverencia, tomando sus manos y entrelazando sus dedos con los de Amara.
Los latidos de ella se aceleraban, acompasados con una oleada de energía vibrante, una melodía silenciosa que parecía resonar en todo su ser y también en el aire que los rodeaba.
La comunidad entera de Luminaria se movilizó en cuanto los