La primavera había llegado a Luminaria con una fuerza tan vibrante que parecía que la tierra misma celebraba la victoria del canto. Los campos, antes marcados por las huellas de la reconstrucción, ahora se extendían como un tapiz vivo de colores. Amapolas blancas ondeaban suavemente al ritmo del viento, girasoles carmesí seguían el sol con reverencia, y los cerezos rebosaban de flores pálidas que caían como copos encantados.
Pero no era solo la naturaleza la que florecía. Era el alma del pueblo entero la que respiraba con un ritmo renovado, como si las raíces mágicas que nacieron en el ritual hubieran penetrado la tierra y ahora germinaran en los gestos más simples: en las manos que ayudaban a levantar una tienda, en los labios que ofrecían una historia compartida, en los ojos que se encontraban sin desconfianza.
Amara caminaba lentamente por uno de los senderos que rodeaban los campos, su vientre ya redondeado por los meses de gestación. Llevaba un vestido ligero de lino lavanda, bord