El temblor del suelo no era simplemente una vibración: era un rugido antiguo, una pulsación primitiva que ascendía desde lo más hondo del mundo como si el planeta mismo se resistiera a contener lo que estaba a punto de liberarse. Las paredes de obsidiana lloraban fragmentos de cristal, y el aire se llenó de partículas negras que flotaban como ceniza viva. Todo el entorno parecía latir, en sincronía con el núcleo del Abismo, cuyo pulso oscuro aceleraba.
Alrededor del círculo, las espinas de niebla solidificada comenzaron a quebrarse con crujidos secos y siniestros, como si algo desde dentro intentara desgarrarlas. De sus fisuras brotaron siluetas amorfas, entes sin rostro, sin nombre, hechas de memoria corrompida y miedo ancestral. Reptaban, flotaban, arrastrándose como humo viscoso hacia el centro, donde los cuatro guardianes sostenían el sello.—¡No dejéis que crucen la barrera! —gritó Arik, girando sobre sí mismo mientras desenvainaba un cuchillo de plata negra,