La bruma matinal se retiraba con lentitud, como si el mundo respirara hondo después de un largo silencio. Bajo la luz dorada del amanecer, la bahía apareció teñida de un resplandor iridiscente. Algas plateadas cubrían la costa, brillando con reflejos violeta y azul. Su textura parecía sedosa, pero al tocarlas, exhalaban un leve susurro, como si estuvieran vivas, como si conservaran la memoria de lo que las corrientes habían arrastrado durante la noche.
Amara caminaba junto a Lykos por la orilla, con los pies descalzos sobre la arena húmeda. Sus huellas se marcaban profundas y nítidas, como si cada paso sellara un nuevo pacto con la tierra. Iban en silencio, pero sus mentes permanecían conectadas por el vínculo que los unía: telepatía, respeto y un amor tan silencioso como inquebrantable.—Nunca deja de asombrarme —susurró Amara, deteniéndose ante una mata de algas que brillaba bajo el sol naciente—. Es como si la niebla arrastrara un ecosistema propio, uno que apen