El faro permanecía en silencio mientras la noche se apoderaba de sus aposentos. Las antorchas del pasillo descendían en penumbra, y la escarcha comenzaba a formarse bajo las puertas del ala norte, donde descansaba uno de los principales sellos de contención del grimorio prohibido. La tensión era tangible: la desaparición del guardián humano y el hallazgo del fragmento óseo habían encendido una chispa de intriga que ningún corazón podía ignorar.

Amara despertó con el corazón encogido. No había soñado, pero sí había percibido un murmullo, un latido… el eco del Susurro del Hueso. Se vistió con sosiego, recogió la lámpara y salió al pasillo. Casi sin aliento, bajó por la escalera norte hacia el umbral cerrado.

Allí estaba Lykos, con los brazos cruzados y la mirada fija en la puerta acechando por runas rotas.

—¿Has sentido lo mismo que yo esta noche? —susurró ella cuando lo alcanzó.

—El murmullo no me ha dejado dormir —respondió él—. Como si el